jueves, 23 de abril de 2020

MATEO (cuento)


     Aterrizó a cierto horario; no supo cuándo. Bajó de la nave sin su comunicador, si conexión con la tierra. Pisó el suelo y polvo envolvió su pie. El paisaje era desolado y triste, con un soso desierto; un marrón rojizo. El cielo, o mejor dicho las distantes estrellas, ayudaban a justificar la emoción que Mateo sentía: profundo y excesivo éxtasis. Le habían preguntado mucho sobre si viajar al planeta rojo por su cuenta no resultaría solitario, y él decía cosas como 'el equipo me acompaña desde casa', o 'mi comodidad es secundaria ante los objetivos de la ciencia', pero para entones él ya sabía que la verdadera soledad no era algo que le esperara, pero algo que pronto dejaría atrás. Cada hombre es su propio universo, se suele decir, y a Mateo le bastaba con el suyo. Abandonar conflictos, dramas y discusiones era algo que muchos creían (porque debían creerlo) resultaría catastrófico para una consciencia humana, pero él sabía que en la realidad esto era lo contrario. La Tierra requería de leer las noticias horrendas, de preocuparse por salarios y presupuestos, de atender a sentimientos sutiles y complejos, que si olvidados estarían prontos a explotar. Quedarse abajo requería de esforzarse por complacer a personas a las que despreciaba, de negar activamente necesidades de aquellos con menos poder que el suyo para mantener aquella superioridad, y de una voluntad inhumana para cumplir con un trabajo demandante, una esposa antipática y un hijo desagradecido. Pero en Marte todo aquello podía ser olvidado. Podía encontrarse en paz, e ignorar al equipo, a la familia, o a sus 'amigos', a su mascota, a sus responsabilidades, y ser él, apartado de cualquier otro. Solo, para sí, y única alma en una planeta sin requerimientos, sin necesidades, sin ajenos.
     Se alejó de la nave con un paso calmo pero constante. No sabía cuánto caminaría, ni tampoco le importaba demasiado. Quería sentirse perdido, sin una máquina gigantesca y desagradable recordándole su pasado y futuro, su objetivo y su carrera, su razón de haber llegado a aquél paraíso. Caminaba con tal falta de interés por su misión o incluso su vida que podría haber recorrido Marte de punta a punta y sentiría ganas de continuar. Pero no tenía ningún objetivo; esa era parte de la gracia. Aunque sabía que al mirar hacia atrás se alegraría de ver a la nave empequeñecerse con cada paso no lo hizo, pues el placer sería aún mayor cuando se fijara que a sus espaldas no había nada pero el mismo desierto, rodeándolo, sin punto de referencia, sin norte ni sur; sin cadenas. Tendría que esperar hasta haberse convencido de que, una vez se hubiese dado vuelta, se hubiera alejado lo suficiente como para que nada estaría devolviéndole la mirada. Por lo que continuó caminando, sin considerar el oxígeno, pues calculaba que tendría suficiente, y sin cansarse, pues la incómodamente pequeña cápsula en la que viajaba había ocasionado en él la imperiosa necesidad de moverse mucho por un largo tiempo, necesidad que no saciaría aún tras varios kilómetros. Y varios kilómetros recorrió, y por fin, tras casi cuatro décadas de exitencia, su mente e encontró en paz, calma y vacía, como un océano en una fotografía tomada en el momento preciso, desde el ángulo preciso, para que no haya playa, ni gente, ni barco ni tampoco olas. Ambas mente y desierto eran uno: ambos carentes de disturbios; ambos infantiles e inocentes.
     Mateo se volvió y, efectivamente, no había nada pero desierto, polvo, y estrellas. Lo mismo en todas direcciones. Sólo notó sus pisadas, las cuales, aunque irritantes, servirían para volver a la nave; un suceso triste e inevitable, el cual era mejor aceptar prontamente. Nuevamente con su espalda enfrentando sus pisadas se sentó con las piernas cruzadas y cerró los ojos. Parecía encontrarse meditando, lo que él nunca había intentado, por lo que ignoraba si era aquello lo que sentía, pero esas descripciones espirituales sobre abandonar el caos de la consciencia, los problemas y estímulos de la vida diaria para concentrarse en algún tipo de 'energía cósmica' y en alguna 'unidad universal' parecían cobrar total sentido. No percibía distancia entre su pie y la tierra marciana, y tampoco pensaba, viviendo sin un instinto de subsistencia que le obligara a encontrarse en continua tensión y ansiedad, temiendo ser víctima de su aterrador entorno, o atento a aprovecharse de las condiciones de alguna presa. No sentía los problemas existenciales de un humano, ni la sed carnal y violenta de un animal carnívoro, ni el temor de un herbívoro. Tampoco era como una planta; un ser vivo pasivo, con instintos y rutinas, consumiendo y creando energía. Incluso decir que 'sentía' exagera la situación. Mateo era calma e indiferencia, paz y distanciamiento. Si le hubieran preguntado cómo se sentiría un Dios sin ningún interés por las vicisitudes humanas, Mateo hubiera descrito aquella experiencia de inmediato.
     Pero como todo lo bueno, aquél momento finalizó. No fue abrupto, pero sí triste, como una larga despedida. Mateo se levantó y se volvió hacia sus pisadas, y resignado, caminó sobre ellas de vuelta a aquella nave, para completar aquella misión, para continuar aquella vida.
     El resto fue lo esperable. El director de la misión gritaba y gritaba, reiterando en amenazas que no vale la pena describir, pero al final Mateo era el único hombre en haber pisado aquellas tierras, y hayan pasado algunas horas de incertidumbre o no aquella misión continuaba siendo un éxito. Obedeció en silencio durante su estadía y su vuelta. Al llegar a casa lo recibieron como a un héroe. Esa fue la primera noche que durmió sin medicamentos, pues al cerrar los ojos toda aquella aventura, aquellas horas de verdadera felicidad, volvían. Sin nostalgia, sin tristeza, pero como un sentimiento que opacaba cualquier dolor. No soñó, o, mejor dicho, soñó con no soñar.
    Fue lindo mientras duró.

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