Aterrizó a cierto horario; no
supo cuándo. Bajó de la nave sin su comunicador, si conexión con
la tierra. Pisó el suelo y polvo envolvió su pie. El paisaje era
desolado y triste, con un soso desierto; un marrón rojizo. El cielo,
o mejor dicho las distantes estrellas, ayudaban a justificar la
emoción que Mateo sentía: profundo y excesivo éxtasis. Le habían
preguntado mucho sobre si viajar al planeta rojo por su cuenta no
resultaría solitario, y él decía cosas como 'el equipo me acompaña
desde casa', o 'mi comodidad es secundaria ante los objetivos de la
ciencia', pero para entones él ya sabía que la verdadera soledad no
era algo que le esperara, pero algo que pronto dejaría atrás. Cada
hombre es su propio universo, se suele decir, y a Mateo le bastaba
con el suyo. Abandonar conflictos, dramas y discusiones era algo que
muchos creían (porque debían creerlo) resultaría catastrófico
para una consciencia humana, pero él sabía que en la realidad esto
era lo contrario. La Tierra requería de leer las noticias horrendas,
de preocuparse por salarios y presupuestos, de atender a sentimientos
sutiles y complejos, que si olvidados estarían prontos a explotar.
Quedarse abajo requería de esforzarse por complacer a personas a las
que despreciaba, de negar activamente necesidades de aquellos con
menos poder que el suyo para mantener aquella superioridad, y de una
voluntad inhumana para cumplir con un trabajo demandante, una esposa
antipática y un hijo desagradecido. Pero en Marte todo aquello podía
ser olvidado. Podía encontrarse en paz, e ignorar al equipo, a la
familia, o a sus 'amigos', a su mascota, a sus responsabilidades, y
ser él, apartado de cualquier otro. Solo, para sí, y única alma en
una planeta sin requerimientos, sin necesidades, sin ajenos.
Se
alejó de la nave con un paso calmo pero constante. No sabía cuánto
caminaría, ni tampoco le importaba demasiado. Quería sentirse
perdido, sin una máquina gigantesca y desagradable recordándole su
pasado y futuro, su objetivo y su carrera, su razón de haber llegado
a aquél paraíso. Caminaba con tal falta de interés por su misión
o incluso su vida que podría haber recorrido Marte de punta a punta
y sentiría ganas de continuar. Pero no tenía ningún objetivo; esa
era parte de la gracia. Aunque sabía que al mirar hacia atrás se
alegraría de ver a la nave empequeñecerse con cada paso no lo hizo,
pues el placer sería aún mayor cuando se fijara que a sus espaldas
no había nada pero el mismo desierto, rodeándolo, sin punto de
referencia, sin norte ni sur; sin cadenas. Tendría que esperar hasta
haberse convencido de que, una vez se hubiese dado vuelta, se hubiera
alejado lo suficiente como para que nada estaría devolviéndole la
mirada. Por lo que continuó caminando, sin considerar el oxígeno,
pues calculaba que tendría suficiente, y sin cansarse, pues la
incómodamente pequeña cápsula en la que viajaba había ocasionado
en él la imperiosa necesidad de moverse mucho por un largo tiempo,
necesidad que no saciaría aún tras varios kilómetros. Y varios
kilómetros recorrió, y por fin, tras casi cuatro décadas de
exitencia, su mente e encontró en paz, calma y vacía, como un
océano en una fotografía tomada en el momento preciso, desde el
ángulo preciso, para que no haya playa, ni gente, ni barco ni
tampoco olas. Ambas mente y desierto eran uno: ambos carentes de
disturbios; ambos infantiles e inocentes.
Mateo
se volvió y, efectivamente, no había nada pero desierto, polvo, y
estrellas. Lo mismo en todas direcciones. Sólo notó sus pisadas,
las cuales, aunque irritantes, servirían para volver a la nave; un
suceso triste e inevitable, el cual era mejor aceptar prontamente.
Nuevamente con su espalda enfrentando sus pisadas se sentó con las
piernas cruzadas y cerró los ojos. Parecía encontrarse meditando,
lo que él nunca había intentado, por lo que ignoraba si era aquello
lo que sentía, pero esas descripciones espirituales sobre abandonar
el caos de la consciencia, los problemas y estímulos de la vida
diaria para concentrarse en algún tipo de 'energía cósmica' y en
alguna 'unidad universal' parecían cobrar total sentido. No percibía
distancia entre su pie y la tierra marciana, y tampoco pensaba,
viviendo sin un instinto de subsistencia que le obligara a
encontrarse en continua tensión y ansiedad, temiendo ser víctima de
su aterrador entorno, o atento a aprovecharse de las condiciones de
alguna presa. No sentía los problemas existenciales de un humano, ni
la sed carnal y violenta de un animal carnívoro, ni el temor de un
herbívoro. Tampoco era como una planta; un ser vivo pasivo, con
instintos y rutinas, consumiendo y creando energía. Incluso decir
que 'sentía' exagera la situación. Mateo era calma
e indiferencia, paz y distanciamiento. Si le hubieran preguntado cómo
se sentiría un Dios sin ningún interés por las vicisitudes
humanas, Mateo hubiera descrito aquella experiencia de inmediato.
Pero
como todo lo bueno, aquél momento finalizó. No fue abrupto, pero sí
triste, como una larga despedida. Mateo se levantó y se volvió
hacia sus pisadas, y
resignado, caminó sobre ellas de vuelta a aquella nave, para
completar aquella misión, para continuar aquella vida.
El
resto fue lo esperable. El director de la misión gritaba y gritaba,
reiterando en amenazas que no vale la pena describir, pero al final
Mateo era el único hombre en haber pisado aquellas tierras, y hayan
pasado algunas horas de incertidumbre o no aquella misión continuaba
siendo un éxito. Obedeció en silencio durante su estadía y su
vuelta. Al llegar a casa lo recibieron como a un héroe. Esa fue la
primera noche que durmió sin medicamentos, pues al cerrar los ojos
toda aquella aventura, aquellas horas de verdadera felicidad,
volvían. Sin nostalgia, sin tristeza, pero como un sentimiento que
opacaba cualquier dolor. No soñó, o,
mejor dicho, soñó con no soñar.
Fue
lindo mientras duró.
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