sábado, 18 de abril de 2020

EL MUSEO (cuento)

Escribí este cuento hace varias semanas. Me gusta bastante, y quiero que quede publicado, ya que dudo que envíe el manuscrito a ninguna revista ni editorial. Es sobre un crítico en un museo.


    Entré al museo con bajas expectativas. El discurso alrededor de la exhibición era uno de misticismos y potenciales revelaciones, intrincadas imágenes que impactarían el alma del observador, cambiándola para siempre. Algo experimental. Ningún crítico serio consideraba atender, pues las apariencias sin duda asemejaban a una farsa atractiva para aquellos sin educación y de bolsillo fácil. Aún así, aburrido y deseando burlarme de malas obras pagué la entrada y, algo sorprendido (y avergonzado) por ser yo el único imbécil que asistió a tal ridiculez, comencé a observar las pinturas de la primera habitación. 
    En un moderno marco negro me encontré con un anciano sonriendo de frente. En un inicio la creí una fotografía, pero al acercarme (no había nadie allí para impedírmelo) noté cuidadosas pinceladas, creadoras de sutilezas en los diversos tonos de piel, la textura de sus pelos, escasos arriba y cortos abajo, profundas arrugas dignas de un hombre sin mucho tiempo de vida. Era realista, tanto que debía de haber necesitado de un modelo. Me pregunté quien este hombre habría sido, y si seguiría vivo. En la etiqueta sólo decía: “Padre, 1952, Anónimo.”
    Me sentí incómodo. Era sólo una primera impresión, pero no me gustaba su mirada, con ojos acusativamente penetrantes, o sus labios secos y rasgados, forzando una odiosa sonrisa. Parecía un retrato fallido, de un hijo buscando expresar la amabilidad y bondad de su querido padre, pero tras ver resurgir el rechazo, el miedo y la dolorosa indiferencia hacia él, el artista escogió por, humillado, esconder su nombre como autor. Pero estas eran sólo mis primeras impresiones, pues al continuar mirando sentí que alguien, cansado de callarse, declaraba convencido y con ímpetu una verdad que lo venía atormentando desde hacía tiempo. Noté que mientras más miraba más se abrían esos agotadores ojos, causantes de agonía, y más alta crecía su larga y poderosa figura, asfixiante, de hombros anchos, hasta el punto en que me convertía en su mera sombra.
    Aparté la vista rápidamente. Noté que sudaba. Escapé hacia la siguiente obra.
    Aquí me encontré con una pareja desnuda entre finas sábanas rojizas y preciosos ornamentos dorados. Parecía clásica. Tenía el pretencioso título de “Amor post-moderno.” y no tenía fecha ni autor. ‘Extraño.’ Pensé. Esta era sin duda una exposición peculiar.
    Lo primero que me sorprendió fue que, muy contrario a mis sensaciones iniciales, en la pintura no me encontré con nada sexual, pues en lo literal y explícito sólo habían dos figuras, una masculina y la otra femenina, uno mirando al piso y la otra a la ventana, y sus genitales eran realistas, casi miserables, ansiando una excitación ausente. El rostro de la mujer denotaba amargura, y el del hombre ansiedad. Ella se encontraba melancólica y desilusionada, y él, tenso, parecía a punto de quebrar en llanto. Estaban desnudos, y según el título enamorados, pero allí no había pero vacío, técnicamente debía ser hermoso en lo visual, al menos según la tradición, pero sentí a ambos personajes como a desconocidos de clase baja en el colectivo de vuelta casa; desgraciados, deseando escaparlo todo, dudando si valdría la pena levantarse de la cama un día más, pues no hay nada en sus vidas que, en el fondo, les importe.
    ‘La puta madre.’ Pensé. ‘Hoy me levanté existencialista.’
    “¿Me aceptás?” Le preguntó el hombre a la mujer. Sospechando una obra experimental levanté la mirada y me fijé si en las paredes había algún parlante que estuviera emitiendo aquél diálogo; no encontré nada.
    “¿Me aceptás?” Volvió a preguntar el miserable hombre. Cruelmente, no recibió respuesta alguna.     “¿Me validarías? Por favor…” Nada. “Con una foto me basta. Una foto y nada más, te lo prometo.” Tras esto me sorprendí dudando de si habría sido yo quien venía pronunciando aquellas palabras. Plantearlo se sentía estúpido, pero aún así… “Somos enamorados.” Continué- Continuó diciendo. “Nos amamos. Nos amaremos para siempre. Seremos felices en la foto. La foto lo va a demostr-”
    “No.” Contestó cortante una voz femenina.
    “¿Entonces qué?”
    No escuché respuesta.
    Un tanto perturbado, sin ninguna deseo de volverme loco, me volví hacia la pared en frente y leí la etiqueta de la siguiente pintura, la cual parecía no ser más que un lienzo azul marino. La leyenda decía: “Rocío, 1938, Anónimo.”
    ‘¿Rocío? ¿Por qué ésta pintura tan sencilla llevaría el nombre de una mujer? ¡Era insultante! ¿Es que acaso el color azul equivale a las complejas realidades pertenecientes a una mujer de carne y hueso? Esto no hace más que revelar la superficial actitud y desconocimiento del autor hacia las intrincadas realidades de las personas en el mundo moder-’
Pero una revelación, esta vez más real (o al menos sentida como real), me interrumpió. Dentro del plano cuadro azul comencé a notar profundidad, luego olas de agua moviéndose del extremo superior hacia el inferior, y una figura, oscurecida pero dramática, caía hasta el fondo de un río perdido en el invierno. La figura era una mujer, rubia y desnuda, con los ojos mirándome directamente, diciéndome:
    ‘Me envidias. Soy quien eres, pero soy honesta, soy activa y me envidias.’ Tras lo cual, resignada, cerró sus ojos y se mantuvo al fondo del río, esperando morir. ‘Si fueras mí no te atreverías.’ Pensé involuntariamente sin realmente entender el significado detrás de tales ideas, pero ella, convencida, no me hizo caso. Seguía tranquila, esperando volver a desvanecerse. ‘Espero que, aunque sea absurdo e incongruente, algún día resurgas. Realmente lo espero.’ Pensé, tras lo cual me aparté de la depresiva imagen, la cual se volvía, lenta pero consistentemente, más azul. No deseaba verla morir.
    Me sentía conmovido, confundido y atormentado, una mezcla horrible, pero quería continuar mi recorrido; ansiaba seguir viendo, y me excitaba, aunque de manera vergonzosamente fetichista, pensar en lo que me depararía en las siguientes salas.
    El siguiente cuadro no me resultó particularmente depresivo, pero si que era equivalente en ridiculez. Era otro lienzo pintada de un solo plano color, esta vez negro oscuro, sin gracia, técnica o siquiera sustancia. Esperé, pues quizá, como con Rocío, podría sorprenderme.
    No sucedió.
    Resignado al aburrimiento que esta estúpida obra me causó leí la etiqueta: “La Luna, Adán, Fecha Desconocida.” Levanté la mirada y la vi; una brillante luna llena, pálida pero texturada, gigantesca y luminosa, infinitamente hermosa a los ojos de la hormiga en la que me había convertido. Era bella, increíblemente bella, y hasta nostálgica. Esa era la palabra: Nostálgica. Esta era la misma luna que presencié en el campo de mi tío cuando no era más que un niño, pequeño y jovencito ingenuo, a las primeras horas de una noche rodeada de árboles y silenciosa calma. La veía, una vez más, y claramente, pero también sabía que el lienzo, la obra en sí, no era más que pintura negra desparramada con poco cuidado a lo largo de un pedazo de tela; pero lo sentí distinto. Me sentí distinto, como rodeado por la fría noche, con la mirada hacia el cielo; me había convertido en receptor de una belleza personal e inolvidable, consciente de que pocas veces sería capaz de encontrarla nuevamente. Se fugaría, y yo tendría que atesorar el momento. Lo que veía no era tal momento, pero ese recuerdo, pervertido por la mentira y la transformación en colores, formas y, aún peor, palabras. Si nunca viste a la luna, a tu luna, propia a tu ser y experiencia, ni la has recordado con nostálgicos embellecimientos, lo narrado significa aún menos de lo que haría si lo hubieras echo. Si la viste, seguro te encuentras triste por recordar lo perdido a nunca ser recuperado, y también te sentirás amargado ante mi mediocre atentado a recuperar aquél sentimiento a través de herramientas poco pulidas e imperfectas.
    Me desperté del sueño violentamente. Si, era un sueño. ‘Me estoy volviendo loco.’ Pensé. Pero, con poca precaución, continué mirando pinturas.
    La siguiente era de un ejército en un barco, y al verla, una pequeña descripción, la que de manera inmediata se transformó, extrañamente, en una historia, penetró mi mente. La recuerdo al pie de la letra:
    “Marchaban convencidos, concentrados, excitados. La causa, justa y necesaria, significaba la confirmación de sus deseos, las respuestas a sus dudas, y les marcaba el camino con laureles y estruendosa música. Serían héroes recordados como los salvadores de los valores humanos, y los asesinos de los monstruos corruptores; asesinos del diablo, del mal, y en sus alzados brazos llevarían el estandarte del progreso, de la verdad y justicia. Era sólo el inicio, el primer día de la guerra, pero ellos ganarían. Tenían al pueblo de su lado, a Dios, quien sea y donde estuviera, se encargaría de proveerles de la merecida gloria. Las mujeres sonreían, los niños admiraban, y los soldados, fuertes y concentrados, marchaban orgullosos hacia un nueva civilización, mejorada, digna, construida en las ruinas de la vieja era, oscura y pronta a olvidar.
Pero uno de esos soldados dudaba. Él, amigo del diablo, creía en el progreso, en los valores del ejército y en una nueva sociedad civilizada, pero creía que el diablo, el enemigo, no era tal, pero una marioneta, un instrumento utilizado en favor de la simplicidad. Lo entendía, por supuesto. Si la causa era justa no existía problema en utilizar cierta manipulación, ciertas ilusiones enfocadas a los estúpidos, a los niños y a las mujeres, o a los moralmente confundidos. Lo entendía, pero aún así… algo le molestaba. La causa era justa, y veía el final con claridad, sin dudas, pero los métodos, los asesinatos, los discursos violentos y las muertes misteriosos de enemigos en proceso de conversión, muertes para muchos necesarias, pero para él, un humilde soldado, injustas, le molestaban. Esas muertes le resultaban horribles, contradictorias con los valores del ejército. Se les llamaba demonios, pero también eran humanos. “Si nosotros somos empleados de Dios, ellos son esclavos del Diablo.” Se atrevió a decir tras la marcha. “Y debemos ayudarlos a escapar, a ser libres, y a unirse a la causa justa.”
    Aunque polémico, nada sucedió. Unos pocos días después embarcaron a la guerra con la frente en alto y manos firmes en los gatillos. Lamentablemente todos fallecieron antes de llegar al campo de batalla, pues una pelea se desató entre los soldados. Tenían prohibido disparar contra su propia gente con pena de muerte, por lo que no se disparó un solo tiro, aunque múltiples cuchillos y cuellos de botella penetraron los cuellos de la mayoría de la tripulación. Se rumorea que un soldado con intenciones pacifistas, mientras separaba a dos amenazantes borrachos, fue atravesado por una larga navaja, la cual entró en su nuca y salió por la boca, atravesando la lengua con una precisión matemática. El asesino se excusó hablando de que la única manera de parar a estúpidos como aquel soldado era con un uso responsable de la violencia, ésto minutos antes de ser asesinado de similar manera.”
    Desperté. Me volví a fijar si habían parlantes escondidos narrando aquella historia. Nada. Quizá estuvieran bien escondidos, o sean muy pequeños; tecnología moderna y demás. Terrorífico.
Reí. Era una historia divertida, en términos generales bastante amarga, sin duda, pero para ser una pintura pacifista tenía un buen sentido del humor. Burlarse de la violencia y de los idiotas siempre purificaba un poco el alma. ‘Manga de imbéciles.’ Pensé sonriendo justo antes de notar que el borracho tenía una peculiar semejanza a mí mismo.
    Con un mal sabor de boca continué a la próxima exhibición.
    La etiqueta para la siguiente obra leía: “El Golem/Títeres, año desconocido, Dios.”
    ‘Que hijo de puta.’ Pensé. Nombrarse Dios. Que ridiculez; esta obra era, sin duda alguna, obra de un narcisista sin ningún concepto de humildad.
    Un títere me devolvió la mirada. Estaba vacío, sin vida, pues era de madera, y un hombre lo sostenía por unos filos hilos. Levanté la mirada y me encontré con que el titerero era a su vez otro títere, manejada por el mismo tipo de finas cuerdas. Su mirada, también, era vacía, pero su cuerpo parecía el de un hombre real, como yo. Arriba suyo otro titerero, y a la vez él también era un títere, manejado por un titerero/títere, manejado por un titerero/títere, y así continuaban las múltiples marionetas manipuladoras de marionetas hacia arriba, siendo que la obra atravesaba el techo y continuaba creciendo en altura. A través de una pequeña rendija noté que la obra era tan alta que atravesaba las nubes, creciendo tan alto que se volvía imposible notar un fin.
    ‘Parece que esta autor ignora las sutilezas.’ Pensé, orgulloso de mi sardónico comentario. Tras esto escuché, proveniente del cielo, un cansado suspiro. Se me puso la piel de gallina.
    El siguiente y último cuadro era un paisaje. Ver este cuadro resultó... extraño. Me costaba procesarlo. Leí la etiqueta; sólo una palabra: sinécdoque. El todo en el uno, y el uno en el todo.
    En el cuadro reconocí a los Andes, pero también a las cataratas del Iguazú, y al desierto del Sahara, y a la llanura de Carrizo, a la ciudad de Valparaíso, a las playas de Mallorca, y hasta al colorido patio de la casa de mi abuela. Todos estos lugares se fueron mezclando y crearon algo nuevo, algo excitante, algo emocional, algo… algo verdaderamente hermoso. Lo siento mucho, pero no hay mejor descripción que yo les pueda dar. Lo hermoso se siente, no se describe, como la luna, pero esta vez no era una sueño; era real. La palabra se queda chica, sin duda, pues todo menos el alma humana es insuficiente para comprender algo tan grande, tan inconcebible, pero también cercano. Esta era la única obra que me había hecho, bueno, sonreír. No del museo, pero quizá en mi vida. Antes lo había echo, sonreír ante obras, pero eran sonrisas sardónicas, surgidas como reacción al cinismo y tragedia de pinturas que tenían un oscuro sentido del humor con el que simpatizaba, pero ahora era distinto. Estaba sonriendo desde un buen lugar. Estaba sonriendo porque estaba feliz.
    Por primera vez en mucho tiempo no me sentí con ganas de criticar. Sólo deseaba continuar sonriendo, deseando que este momento no terminará nunca.
    Sentí que alguien, primera persona a la que vería desde que entré al lugar, se me acercaba por detrás; perfecto para arruinar mi emocional momento.
    “El arte es hermoso.” Me dijo estúpidamente.
    “A veces.” Contesté, intentando que mi irritación no surgiera a la superficie.
    "Sí. A veces." Me tocó el hombro. "Lo noto irritado. ¿Le sucede algo?"
    Carraspeé. Me volví y me fijé en él: era calvo, y llevaba un traje negro.
    "No, no. Estoy emocionado, simplemente. No es nada." No era del todo mentira.
    "Lo comprendo, pero siento que usted no lo está disfrutando del todo."
    Tenía razón.
    Por alguna estúpida razón sentí que debía expresarme honestamente. Un poco a mi pesar revelé lo que pensaba:
    “A veces el arte es extraño, confuso, depresivo, pero a veces… cada tanto… cada tanto si que es hermoso. Me cuesta decirlo, que existe arte que me hace feliz, pero es lo cierto. Tengo la mala costumbre de ver al arte como reflejo de lo peor en nosotros, pero esta pintura no es así. Esta pintura es... bueno, hermosa, inocente, pura. Muchos tenemos esta concepción de que lo único apreciable es lo complejo y oscuro y doloroso, pero creo que estuvimos equivocados. Soy crítico de arte, por eso me cuesta admitirlo." Me sentí como un imbécil, un hippie y un pretencioso.
   Él se limitó a asentir.
    "Lamente la cursilería, claro. Me excusé.
    “No hay nada de lo que excusarse; es cierto. Lo que sucede es que nosotros somos imperfectos, y nos gusta creer que todo lo es, y que lo será por siempre. Queremos que cada obra sea un reflejo de nuestros dolores e inseguridades, pero a veces la felicidad se manifiesta, e ignorarla sería aún peor pecado."
    "Supongo."
    "Yo creo que las obras como ésta, así de perfectas, terminan compensando todo lo horrible. ¿No lo cree usted así?"
    "Yo... supongo, sí."
    "Al menos me gusta creerlo."
    "Sí... A mí también. Es una idea linda." No estaba de acuerdo, pero me hubiera gustado estarlo.

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