Entré al museo con bajas
expectativas. El discurso alrededor de la exhibición era uno de
misticismos y potenciales revelaciones, intrincadas imágenes que
impactarían el alma del observador, cambiándola para siempre. Algo
experimental. Ningún crítico serio consideraba atender, pues las
apariencias sin duda asemejaban a una farsa atractiva para aquellos
sin educación y de bolsillo fácil. Aún así, aburrido y deseando
burlarme de malas obras pagué la entrada y, algo sorprendido (y
avergonzado) por ser yo el único imbécil que asistió a tal
ridiculez, comencé a observar las pinturas de la primera habitación.
En
un moderno marco negro me encontré con un anciano sonriendo de
frente. En un inicio la creí una fotografía, pero al acercarme (no
había nadie allí para impedírmelo) noté cuidadosas pinceladas,
creadoras de sutilezas en los diversos tonos de piel, la textura de
sus pelos, escasos arriba y cortos abajo, profundas arrugas dignas de
un hombre sin mucho tiempo de vida. Era realista, tanto que debía de
haber necesitado de un modelo. Me pregunté quien este hombre habría
sido, y si seguiría vivo. En la etiqueta sólo decía: “Padre,
1952, Anónimo.”
Me
sentí incómodo. Era sólo una primera impresión, pero no me
gustaba su mirada, con ojos acusativamente penetrantes, o sus labios
secos y rasgados, forzando una odiosa sonrisa. Parecía un retrato
fallido, de un hijo buscando expresar la amabilidad y bondad de su
querido padre, pero tras ver resurgir el rechazo, el miedo y la
dolorosa indiferencia hacia él, el artista escogió por, humillado,
esconder su nombre como autor. Pero estas eran sólo mis primeras
impresiones, pues al continuar mirando sentí que alguien, cansado de
callarse, declaraba convencido y con ímpetu una verdad que lo venía
atormentando desde hacía tiempo. Noté que mientras más miraba más
se abrían esos agotadores ojos, causantes de agonía, y más alta
crecía su larga y poderosa figura, asfixiante, de hombros anchos,
hasta el punto en que me convertía en su mera sombra.
Aparté
la vista rápidamente. Noté que sudaba. Escapé hacia la siguiente
obra.
Aquí
me encontré con una pareja desnuda entre finas sábanas rojizas y
preciosos ornamentos dorados. Parecía clásica. Tenía el
pretencioso título de “Amor post-moderno.” y no tenía fecha ni
autor. ‘Extraño.’ Pensé. Esta era sin duda una exposición
peculiar.
Lo
primero que me sorprendió fue que, muy contrario a mis sensaciones
iniciales, en la pintura no me encontré con nada sexual, pues en lo
literal y explícito sólo habían dos figuras, una masculina y la
otra femenina, uno mirando al piso y la otra a la ventana, y sus
genitales eran realistas, casi miserables, ansiando una excitación
ausente. El rostro de la mujer denotaba amargura, y el del hombre
ansiedad. Ella se encontraba melancólica y desilusionada, y él,
tenso, parecía a punto de quebrar en llanto. Estaban desnudos, y
según el título enamorados, pero allí no había pero vacío,
técnicamente debía ser hermoso en lo visual, al menos según la
tradición, pero sentí a ambos personajes como a desconocidos de
clase baja en el colectivo de vuelta casa; desgraciados, deseando
escaparlo todo, dudando si valdría la pena levantarse de la cama un
día más, pues no hay nada en sus vidas que, en el fondo, les
importe.
‘La
puta madre.’ Pensé. ‘Hoy me levanté existencialista.’
“¿Me
aceptás?” Le preguntó el hombre a la mujer. Sospechando una obra
experimental levanté la mirada y me fijé si en las paredes había
algún parlante que estuviera emitiendo aquél diálogo; no encontré
nada.
“¿Me
aceptás?” Volvió a preguntar el miserable hombre. Cruelmente, no
recibió respuesta alguna. “¿Me validarías? Por favor…” Nada.
“Con una foto me basta. Una foto y nada más, te lo prometo.”
Tras esto me sorprendí dudando de si habría sido yo quien venía
pronunciando aquellas palabras. Plantearlo se sentía estúpido, pero
aún así… “Somos enamorados.” Continué- Continuó diciendo.
“Nos amamos. Nos amaremos para siempre. Seremos felices en la foto.
La foto lo va a demostr-”
“No.”
Contestó cortante una voz femenina.
“¿Entonces
qué?”
No
escuché respuesta.
Un
tanto perturbado, sin ninguna deseo de volverme loco, me volví hacia
la pared en frente y leí la etiqueta de la siguiente pintura, la
cual parecía no ser más que un lienzo azul marino. La leyenda
decía: “Rocío, 1938, Anónimo.”
‘¿Rocío?
¿Por qué ésta pintura tan sencilla llevaría el nombre de una
mujer? ¡Era insultante! ¿Es que acaso el color azul equivale a las
complejas realidades pertenecientes a una mujer de carne y hueso?
Esto no hace más que revelar la superficial actitud y
desconocimiento del autor hacia las intrincadas realidades de las
personas en el mundo moder-’
Pero
una revelación, esta vez más real (o al menos sentida como real),
me interrumpió. Dentro del plano cuadro azul comencé a notar
profundidad, luego olas de agua moviéndose del extremo superior
hacia el inferior, y una figura, oscurecida pero dramática, caía
hasta el fondo de un río perdido en el invierno. La figura era una
mujer, rubia y desnuda, con los ojos mirándome directamente,
diciéndome:
‘Me
envidias. Soy quien eres, pero soy honesta, soy activa y me
envidias.’ Tras lo cual, resignada, cerró sus ojos y se mantuvo al
fondo del río, esperando morir. ‘Si fueras mí no te atreverías.’
Pensé involuntariamente sin realmente entender el significado detrás
de tales ideas, pero ella, convencida, no me hizo caso. Seguía
tranquila, esperando volver a desvanecerse. ‘Espero que, aunque sea
absurdo e incongruente, algún día resurgas. Realmente lo espero.’
Pensé, tras lo cual me aparté de la depresiva imagen, la cual se
volvía, lenta pero consistentemente, más azul. No deseaba verla
morir.
Me
sentía conmovido, confundido y atormentado, una mezcla horrible,
pero quería continuar mi recorrido; ansiaba seguir viendo, y me
excitaba, aunque de manera vergonzosamente fetichista, pensar en lo
que me depararía en las siguientes salas.
El
siguiente cuadro no me resultó particularmente depresivo, pero si
que era equivalente en ridiculez. Era otro lienzo pintada de un solo
plano color, esta vez negro oscuro, sin gracia, técnica o siquiera
sustancia. Esperé, pues quizá, como con Rocío, podría
sorprenderme.
No
sucedió.
Resignado
al aburrimiento que esta estúpida obra me causó leí la etiqueta:
“La Luna, Adán, Fecha Desconocida.” Levanté la mirada y la vi;
una brillante luna llena, pálida pero texturada, gigantesca y
luminosa, infinitamente hermosa a los ojos de la hormiga en la que me
había convertido. Era bella, increíblemente bella, y hasta
nostálgica. Esa era la palabra: Nostálgica. Esta era la misma luna
que presencié en el campo de mi tío cuando no era más que un niño,
pequeño y jovencito ingenuo, a las primeras horas de una noche
rodeada de árboles y silenciosa calma. La veía, una vez más, y
claramente, pero también sabía que el lienzo, la obra en sí, no
era más que pintura negra desparramada con poco cuidado a lo largo
de un pedazo de tela; pero lo sentí distinto. Me
sentí distinto, como rodeado por la fría noche, con la mirada hacia
el cielo;
me había convertido en receptor
de una belleza personal e inolvidable, consciente de que pocas veces
sería capaz de encontrarla nuevamente. Se
fugaría, y yo tendría que atesorar el momento. Lo que veía no era
tal momento, pero ese recuerdo, pervertido por la mentira y la
transformación en colores, formas y, aún peor, palabras. Si nunca
viste a la luna, a tu luna, propia a tu ser y experiencia, ni
la has recordado con nostálgicos embellecimientos, lo
narrado significa aún menos
de lo que haría si lo hubieras echo.
Si la viste, seguro te encuentras triste por recordar lo perdido a
nunca ser recuperado, y
también te sentirás
amargado ante mi mediocre
atentado
a recuperar aquél sentimiento a través de herramientas poco pulidas
e imperfectas.
Me desperté del sueño
violentamente. Si, era un sueño. ‘Me estoy volviendo loco.’
Pensé. Pero, con poca precaución, continué mirando pinturas.
La
siguiente era de un ejército
en un barco,
y al verla, una pequeña descripción, la que de
manera inmediata
se transformó, extrañamente, en una historia, penetró mi mente. La
recuerdo al pie de la letra:
“Marchaban
convencidos, concentrados, excitados. La causa, justa y necesaria,
significaba la confirmación de sus deseos, las respuestas a sus
dudas, y les marcaba el camino con laureles y estruendosa
música.
Serían héroes recordados como los salvadores de los valores
humanos, y los asesinos de los monstruos corruptores; asesinos del
diablo, del mal, y en sus alzados brazos llevarían el estandarte del
progreso, de la verdad y justicia. Era
sólo el
inicio, el primer día de la guerra, pero ellos ganarían. Tenían al
pueblo de su lado, a Dios, quien sea y donde estuviera, se encargaría
de proveerles de la merecida gloria. Las mujeres sonreían,
los niños admiraban,
y los soldados, fuertes y concentrados, marchaban orgullosos hacia un
nueva civilización, mejorada,
digna, construida en las ruinas de la vieja
era,
oscura y pronta a olvidar.
Pero
uno de esos soldados dudaba. Él, amigo del diablo, creía en el
progreso, en los valores del ejército y en una nueva sociedad
civilizada, pero creía que el diablo, el enemigo, no era tal, pero
una marioneta, un instrumento utilizado en favor de la simplicidad.
Lo entendía, por supuesto. Si la causa era justa no existía
problema en utilizar cierta manipulación, ciertas ilusiones
enfocadas a los estúpidos, a los niños y a las mujeres, o a los
moralmente confundidos. Lo entendía, pero aún así… algo le
molestaba. La causa era justa, y veía el final con claridad, sin
dudas, pero los métodos, los asesinatos, los discursos violentos y
las muertes misteriosos de enemigos en proceso de conversión,
muertes para muchos necesarias, pero para él, un humilde soldado,
injustas, le molestaban. Esas muertes le resultaban horribles,
contradictorias con los valores del ejército. Se les llamaba
demonios, pero también eran humanos. “Si nosotros somos empleados
de Dios, ellos son esclavos del Diablo.” Se atrevió a decir tras
la marcha. “Y debemos ayudarlos a escapar, a ser libres, y a unirse
a la causa justa.”
Aunque
polémico, nada sucedió. Unos pocos días después embarcaron a la
guerra con la frente en alto y manos firmes en los gatillos.
Lamentablemente todos fallecieron antes de llegar al campo de
batalla, pues una pelea se desató entre los soldados. Tenían
prohibido disparar contra su propia gente
con pena de muerte,
por lo que no se disparó un solo tiro, aunque múltiples cuchillos y
cuellos de botella penetraron los cuellos de la mayoría de la
tripulación. Se rumorea que un soldado con intenciones pacifistas,
mientras separaba a dos amenazantes borrachos, fue atravesado por una
larga
navaja,
la cual entró en su nuca y salió por la boca, atravesando la lengua
con una precisión matemática. El asesino se excusó hablando de que
la única manera de parar a estúpidos como aquel soldado era con un
uso responsable de la violencia, ésto minutos antes de ser asesinado
de similar manera.”
Desperté.
Me volví a fijar si habían parlantes escondidos narrando aquella
historia. Nada. Quizá estuvieran bien escondidos, o sean muy
pequeños; tecnología moderna y demás. Terrorífico.
Reí.
Era una historia divertida, en términos generales bastante amarga,
sin duda, pero para ser una pintura pacifista tenía un buen sentido
del humor. Burlarse de la violencia y de los idiotas siempre
purificaba un poco el alma. ‘Manga de imbéciles.’ Pensé
sonriendo justo antes de notar que el borracho tenía una peculiar
semejanza a mí mismo.
Con
un mal sabor de boca continué a la próxima exhibición.
La
etiqueta para la siguiente obra leía: “El
Golem/Títeres,
año desconocido, Dios.”
‘Que
hijo de puta.’ Pensé. Nombrarse Dios. Que ridiculez;
esta obra era, sin duda alguna, obra de un narcisista sin ningún
concepto de humildad.
Un
títere me devolvió la mirada. Estaba vacío, sin vida, pues era de
madera, y un hombre lo sostenía por unos filos hilos. Levanté la
mirada y me encontré con que el titerero era
a su vez otro títere, manejada por el mismo tipo de finas cuerdas.
Su mirada, también, era vacía, pero su cuerpo parecía el de un
hombre real, como yo. Arriba suyo otro titerero, y a la vez él
también era un títere, manejado por un titerero/títere, manejado
por un titerero/títere, y así continuaban las múltiples marionetas
manipuladoras de marionetas hacia arriba, siendo que la obra
atravesaba el techo y continuaba creciendo en altura. A través de
una pequeña rendija noté que la obra era tan alta que atravesaba
las nubes, creciendo tan alto que se volvía imposible notar un fin.
‘Parece
que esta autor ignora las sutilezas.’ Pensé, orgulloso de mi
sardónico comentario. Tras esto escuché, proveniente del cielo, un
cansado suspiro. Se me puso la piel de gallina.
El
siguiente y último cuadro era un paisaje. Ver
este cuadro resultó... extraño. Me costaba procesarlo. Leí la
etiqueta; sólo una palabra: sinécdoque. El todo en el uno,
y el uno en el todo.
En
el cuadro reconocí
a los Andes, pero también a las cataratas del Iguazú, y al desierto
del Sahara, y a la llanura de Carrizo, a la ciudad de Valparaíso, a
las playas de Mallorca,
y hasta al colorido patio de la casa de mi abuela. Todos estos
lugares se fueron mezclando y crearon algo nuevo, algo excitante,
algo emocional, algo… algo verdaderamente
hermoso.
Lo
siento mucho, pero no hay mejor descripción que yo les pueda dar. Lo
hermoso se siente, no se describe, como la luna,
pero esta vez no era una sueño; era real.
La palabra se queda chica, sin duda, pues
todo menos el alma humana es insuficiente para comprender algo tan
grande, tan inconcebible, pero
también cercano.
Esta era la única obra que me había hecho,
bueno,
sonreír. No
del museo, pero quizá en mi vida. Antes
lo había echo, sonreír
ante obras, pero
eran sonrisas sardónicas, surgidas como reacción al cinismo y
tragedia de pinturas
que tenían un oscuro sentido del humor con el que simpatizaba,
pero ahora era distinto. Estaba
sonriendo
desde un buen lugar.
Estaba
sonriendo porque estaba feliz.
Por
primera vez en mucho tiempo no
me sentí con ganas de criticar.
Sólo
deseaba continuar sonriendo, deseando que este momento no terminará
nunca.
Sentí
que
alguien,
primera
persona a la que vería desde que entré al lugar, se me acercaba por
detrás;
perfecto para arruinar mi emocional momento.
“El
arte es hermoso.” Me dijo
estúpidamente.
“A
veces.” Contesté,
intentando que mi irritación no surgiera a la superficie.
"Sí.
A veces."
Me tocó el hombro. "Lo
noto irritado. ¿Le sucede algo?"
Carraspeé.
Me
volví
y me fijé
en él:
era
calvo, y llevaba un traje negro.
"No,
no. Estoy emocionado, simplemente. No es nada." No era del todo
mentira.
"Lo
comprendo, pero siento que usted no lo está disfrutando del todo."
Tenía
razón.
Por
alguna estúpida razón sentí que debía expresarme honestamente. Un
poco a mi pesar revelé lo que pensaba:
“A
veces el arte
es extraño, confuso, depresivo, pero a veces… cada tanto… cada
tanto si que es
hermoso.
Me cuesta decirlo, que existe arte que me hace feliz, pero es lo
cierto. Tengo la mala costumbre de ver al arte como reflejo de lo
peor en nosotros, pero esta pintura no es así. Esta pintura es...
bueno, hermosa, inocente, pura. Muchos tenemos esta concepción de
que
lo
único apreciable es lo complejo y oscuro y doloroso, pero creo que
estuvimos equivocados. Soy crítico de arte, por eso me cuesta
admitirlo."
Me
sentí como un imbécil, un hippie y un pretencioso.
Él se limitó a asentir.
"Lamente
la cursilería,
claro.”
Me excusé.
“No
hay nada de lo que excusarse; es cierto. Lo que sucede es que
nosotros somos imperfectos, y nos gusta creer que todo lo es, y que
lo será por siempre. Queremos que cada obra sea un reflejo de
nuestros dolores e inseguridades, pero a veces la felicidad se
manifiesta, e ignorarla sería aún peor pecado."
"Supongo."
"Yo
creo que las obras como ésta, así de perfectas, terminan
compensando todo lo horrible. ¿No lo cree usted así?"
"Yo...
supongo, sí."
"Al
menos me gusta creerlo."
"Sí...
A mí también. Es una idea linda." No estaba de acuerdo, pero
me hubiera gustado estarlo.
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