RESENTIDO
17 de Mayo. Una noche fría; costaba respirar. Las calles, como en un escenario apocalíptico, se encontraban desiertas. Ni un alma deambulaba, con excepción de algún perro famélico o alguna patrulla policial. Quien se asomara por su ventana se encontraría con una realidad desconfortante, con una naturaleza ajena y hostil, un mundo verdaderamente inhabitable, y reinante soledad. La mayoría cerraba las cortinas para volverse a su cena, su serie de televisión, o su conversación con familiares. Se distanciaban de aquel mundo perturbador. Huían de la hostilidad, pero esto ya consistía de algo cotidiano. Una comodidad que siempre había sido garantía.
Ernesto no tenía a dónde huir. Sin hogar al que volver, sin cama en la que dormir, se encontraba envuelto en frazadas y aún así tiritando. Ni su larga barba le proporcionaba calor. Hacía unas horas un buen samaritano le había comprado un café cuyo vaso de plástico aún guardaba, más por el buen recuerdo que por utilidad. No sólo la buena acción le resultó reconfortante, pues eso en sí mismo no significaba nada. Personas con total indiferencia, incluso asco, podían realizar “buenas” acciones hacia gente en su situación, no por respeto hacia su dignidad, ni siquiera por lástima, pero para sentir que en sus inútiles vidas podían justificar sus creencias sobre ser una buena persona y ofrecer algo de valor. Ernesto jamás se quejaría de recibir ayuda, pero conocer sus motivos egoístas, ser utilizado como una herramienta para reparar la dañada autoestima moral de aquellas “almas caritativas” conseguía hacerlo sentir aún más aislado, aún mas solo y abandonado en calles repletas de personas que sólo lo quieren ver desaparecer.
El hombre del café no había sido así. Comenzó preguntando cómo se encontraba. Pregunta a todas miras estúpida, pues la respuesta era obvia, pero una formalidad aún así apreciada. Toda costumbre involucrando respeto solía omitirse al hablar con él. Ernesto no le ofreció demasiada conversación. Estaba cansado, hambriento, con frío y, aunque costara admitirlo, profundamente deprimido. Ya llevaba semanas sin sentir alegría. Precisamente antes en el mismo día comenzó a plantearse su suicidio. No la estaba pasando bien. No tenía energías para conversar.
Pero aún así el hombre insistió. Preguntó si quería algo. De comer, de tomar, lo que sea. Ernesto no respondió. Mientras más bondadosa la oferta, más desconfiaba. Quienes desean aparentar simpatía suelen ni siquiera conocer su verdadero significado. Creen que nace en el esfuerzo forzado, y no del verdadero interés. Sin embargo no fue esta la razón por la que Ernesto no habló. Desconfiaba, sí, ya era algo natural en él, pero su garganta le dolía, al hablar, al respirar, al tragar saliva. Intentó hablar pero no podía; el dolor era demasiado intenso. Unos débiles quejidos emergieron, y nada más. Fue en ese instante que Ernesto se dio cuenta de algo aterrador: no recordaba la última vez que había mantenido una conversación con alguien. Se había vuelto mudo sin ser consciente de ello. Al no tener interlocutor, había perdido la práctica de unas de las actividades más humanas.
A pesar de su silencio el hombre del café continuó intentando entablar conversación. Al no lograrlo, entró en un kiosco. Ernesto asumió que ya no lo volvería a ver; uno más de los cientos de rostros anónimos cuyas características estaban destinadas al olvido. Entonces su cuerpo emergió y con un pie dentro del negocio preguntó: “¿Qué tipo de café te gusta?”
Con apenas seis palabras, por un instante, Ernesto sintió su carga levantada. Ese deseo de autodestrucción, esa falta de humanidad, se encontró suspendida el suficiente tiempo para que lograra pronunciar: “Capuchino”, dijo con una voz rasposa, cuyos guturales sonidos hacía tiempo no escuchaba. Realmente nunca le había gustado el café, pero su madre era una fanática. De niño le costaba pronunciarlo bien, lo que la hacía estallar en carcajadas. Al crecer seguía pronunciándolo mal, a propósito, sólo para ver a su madre reír. El recuerdo le inspiró a hablar.
Un pulgar arriba y a los pocos minutos salió con el café en mano. “Me voy al laburo. Voy a volver a la noche. Si te quedás por acá y necesitás algo me decís. ¿Dale?”, dijo mientras se lo entregaba. Ernesto asintió. Lo esperó, en la misma calle, en el mimo lugar al lado del negocio, hasta el anochecer. Mantenía la esperanza, quizá ilusa, de volver a verlo. Al bajar el sol, las sombras de los transeúntes desaparecían, y la pesada carga volvía a inundar su pecho. No quería pensar en ello, pero su mente volvía y volvía a la pregunta: “¿Qué tipo de café te gusta?” Sentía en esas palabras un calor inexplicable.
—No puede contaminar un espacio público.
Ernesto alzó la mirada. Un policía de unos 50 años le estaba observando fulminante.
—¿No me escuchó? No puede contaminar un espacio público —repitió, y señaló el vaso de plástico en el piso. Ernesto no había notado que se le había caído. Tomó el vaso con obediencia—. Ahora tírelo a la basura.
Ernesto no comprendía.
—¿Que sos? ¿Sordo? Mirá, justo allá, tenés un tacho —Señaló un tacho de basura a unos metros. Ernesto negó con la cabeza. No quería tirar el vaso—. Dale imbécil. Deberías estar agradecido que no te rajo de acá a patadas. Mínimo tirá tu propio basura. Vení que te ayudo.
Tomó a Ernesto del brazo y lo forzó a levantarse. Era un hombre mayor, pero con fuerza. Caminó con él hasta el basurero. Caminaba lento y con el vaso en la mano. Estaba cansado, y no tenía las energías para rebelarse, mucho menos en contra de un oficial. Le permitió llevarlo. Llegaron al tacho y el policía le sacó el vaso de la mano y lo tiró.
—Así de fácil. No era tan complicado, ¿viste?
Inesperadamente, sin siquiera ser del todo consciente de ello, una lágrima escapó el ojo de Ernesto.
—Estás… ¿llorando? —dijo el policía incrédulo—. ¿Por un vaso de mierda? —preguntó en medio de una incómoda risa—. Nunca pensé que un indigente sería así de sensible. Me los imaginaba un poco más fuertes de alma. Duros de corazón.
—¿Por qué? —murmuró Ernesto—. ¿Por qué pensabas que yo era fuerte? ¿Por qué asumirías algo así?
El oficial tardó en responder. Escucharlo hablar lo había descolocado.
—No lo asumía de vos en concreto. Tampoco te enojes. Es sólo que si uno pasa tanto tiempo en la calle terminás desarrollando ciertas defensas. Ya sabés, para afrontar la situación. Eso es todo.
—¿No crees que lo empeora? Estar en la calle. Ser tan odiados como lo somos.
—Sos un exagerado. Nadie los odia. Es sólo que… No importa.
—¿Pensás que debería suicidarme?
Esta vez la pregunta lo dejó aún más descolocado. Tardó más de un minuto en responder. Miraba a la calle vacía, al piso. Nunca lo miró a los ojos. Parecía estarlo realmente pensando con mucha dificultad.
—En tu situación, sin duda lo haría.
Ernesto ya sabía la respuesta, pero escucharlo fue como una punzada al corazón.
—¿Por qué? —dijo sin mirarlo. Su voz estaba débil.
—Es una vida de mierda. Andar pidiendo limosna, rogándoles a otros que te den el fruto de su difícil trabajo. Saber que nunca vas a lograr ser nada pero una carga para todos. Para tu familia y amigos que deben despreciarte, si es que todavía los tenés. Si no para ellos entonces para el Estado, que tiene que hacerse cargo de vos a regañadientes. Nadie te quiere. Además, sabés que no hay ningún valor en tu existencia. Si en todos tus años de vida lo único que lograste fue llegar a esto, el más absoluto fracaso, no es que hubieras tenido demasiado potencial para empezar. Sos como un humano viviendo una vida de rata. Es una tortura. No vale la pena.
Un largo silencio. Muchos escenarios cruzaron la cabeza de Ernesto. Algunos reales, como cuando asaltaron su hogar, despojándolo de todo, o cuando lo despidieron del trabajo porque a su edad ya no aguantaba trabajar 12 horas diarias. Otros escenarios eran fantasía, como agarrar al policía de la nuca y romperle el cráneo en contra del poste de luz. La sucesión era tan veloz como una bala. Hacía tiempo que no sentía su alma tan encendida.
—Sos un hijo de puta. Sabelo —le respondió. El policía rió.
—No es la primera vez que me lo dicen.
—Quizá sea por algo. Te rodeás de personas muy perceptivas.
—No sabía que además de indigente también eras payaso. Tenés que estar agradecido que no te estoy metiendo esta porra por el orto.
—¿Es lo único que sabés hacer? ¿Ser un violento de mierda?
—Y soy muy talentoso en ello. Es mi profesión. 30 años de experiencia—respondió sonriendo. Sus dientes amarillentos estaban ligeramente torcidos, y sus labios, ahora iluminados por el poste de luz, se veían completamente resecos.
—Espero que no tengas hijos. Deben despreciarte. Sé de que hablo.
—Todos sabemos que tuviste un padre de mierda. Es bastante evidente —dijo señalando los harapos con los que Ernesto andaba vestido.
Nunca en su vida Ernesto había sentido tal necesidad de asesinar a alguien. Era un impulso tan extremo, tan animal, tan íntegro en su alma, que se asustaba de sí mismo. No obedeció la peor parte de su alma. En su lugar, preguntó:
—Para vos, ¿qué hace un policía?
Se veía extrañado.
—¿Qué mierda pensás que hacemos? Defendemos a la justicia. Es nuestro deber. Defendemos a los ciudadanos. Incluso bolsas de mierda como vos.
Ernesto se tomó unos segundos. No quería pelear con el policía, pero estaba cansado de ser tan incansable y tortuosamente pisoteado.
—Ustedes hacen que se cumpla la ley, ¿verdad?
—Por supuesto —respondió con enojo latente.
—¿Quienes escriben las leyes?
—¿Qué? —parecía confundido.
—¿Quienes escriben las leyes que hacés respetar?
El policía tardó en responder.
—Este… Los abogados. ¿No?
—Los políticos. Diputados y senadores. Ellos han definido cada ley en nuestro país. Todo lo que vos hacés, es obedeciendo la voluntad de los políticos.
Rió. La idea le parecía absurda.
—Por supuesto que no. Esos políticos corruptos que se la pasan rascándose el culo todo el día no me dicen qué puedo y no puedo hacer. Esos tipos no tienen ninguna integridad moral; yo sí. Yo decido mis propias acciones.
—No me estás escuchando. No te estás escuchando a vos mismo. Vos defendés la ley. La ley es escrito por el poder, por los políticos, quienes, según vos mismo, son corruptos, carecen de integridad moral. Utilizan ese poder para beneficiarse a ellos mismos. Los únicos intereses que esas leyes defienden son los suyos, no los nuestros; no los ciudadanos.
—Incluso suponiendo que es cierto, yo no hago eso. Yo no salgo a la calle pensando en qué es mejor para los políticos. Al contrario. Quiero lo mejor para mi gente. Para mi familia y mis amigos. Para mi barrio. Sólo busco protegerlos. Nada más.
Ernesto no esperaba esa respuesta.
—Querés proteger a tu comunidad. Lo entiendo. Lo respeto. Pero ese no es el rol del policía. Tu tarea, no como persona, sino como agente del Estado, es otra. Tenés que proteger la propiedad privada, el capital, la integridad de las clases sociales más aventajadas, que benefician a la sociedad. Los que tienen plata. Al resto, porra.
—No. Para nada. Digamos… Sí, digamos que sí. Digamos que sí defiendo esas cosas. ¿Cuál es el problema? La gente que trabajó duro por sus propiedades merecen ser protegidas. Ellos son los mejores miembros de la sociedad, ellos sacan al país adelante. Se merecen todo nuestro respeto. Mientras tanto hay resentidos como vos que quieren robarles el fruto de su laburo sin merecerlo. Todavía peor, todos esos negros de mierda que van en grupo a asaltar a pobres viejas con dos pesos en la cartera. Yo estoy para proteger a la pobre anciana y romperles la jeta a esos criminales. ¿Cuál es el problema con eso? No hay mejor definición de justicia.
En otra época, cuando era más joven, Ernesto se habría encolerizado. Aquella estigmatización, aquel odio tan extremo lo habría vuelto loco. Sin embargo, ahora, tras años de escuchar las mismas palabras, los mismos argumentos, se había vuelto completamente insensibilizado. Ya no surtía efecto alguno en él. Tenía el alma tan apagada, tan entumecida, que ya no tenía significado.
—No. Simplemente no. La gente con propiedades, terreno, capital no la ganó sólo trabajando. La ganó siendo dueños de empresas, de porcentajes de empresas, que maximizan beneficios pagando poco por muchas horas, empujando a sus trabajadores al borde de la muerte, siendo parte de una maquinaria indiferente a la miseria humana, en la que o pagas el precio que les genera riquezas, o te morís de hambre. Si venís de una familia de pocos ingresos, si te despidieron del trabajo y te costó encontrar otro, incluso si trabajás pero el salario es una miseria y no tenés mejores opciones, te quedás sin ropa, sin alimento, sin vivienda, sin educación, sin servicio médico. Los ricos abandonan a los pobres; o los explotan, o los dejan morir. Ese es el sistema de justicia que vos defendés.
—A mí sólo me suena a que estás resentido.
Ernesto no dijo una palabra más. El policía tampoco. Volvió a su auto y se alejó. Ernesto se sentó en el mismo lugar donde se encontraba antes de ser interrumpido. Estaba cansado. Siempre lo mismo. No importaba cuánto se defendiera, cuánto defendiera a sus hermanos, siempre terminaba igual. Era como si no existiera salida. Sentía que ya era momento de aceptarlo. Se sentía frío, despegado de el mundo que antes tanto amaba. Por alguna razón, volvió a llorar. Un llanto largo, incómodo, feo. Un llanto como cuando era niño. Sentía las lágrimas congelarse al caer. Al parecer no estaba tan insensibilizado como creía. Su ilusión, su esperanza, estaba acabándose. Nunca pensó que dolería tanto.
-Nehuén Faggiano
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