Luka abandonó sus cartas, apagó el cigarrillo y se levantó de la mesa. Su mano resultó decepcionante, y sentía que no era necesario continuar perdiendo dinero. No era talentoso, apenas comprendía las reglas; jugar con aquellos hombres era equivalente a regalarle el salario a un dueño de fábrica, o a la esposa de algún político. Te manipulan, te hacen trabajar, y luego te roban y se ríen cruelmente a tus espaldas. Al menos poseía el consuelo de darle dinero a padres de familia que trabajaban con él codo a codo, grasientos y sudorosos, cansados y gordos; hombres honestos. Siendo realistas, perder su diminuta paga ante compañeros aseguraba un mejor destino para un dinero que, si lo continuara poseyendo, sólo terminaría en alcohol. Luka no alcohólico, pero esto se debía a no poder financiarlo. Comprendiendo esto, robó un trago de la botella del ganador y, mientras éste le acusaba de mal perdedor, tomó su abrigo y salió del lugar.
La ciudad, como todas las noches, parecía una intersección entre opuestos, un eje de ambivalencia y ambigüedades. Las parejas y figuras solitarias merodeaban sin luz, por lo que se dificultaba distinguir entre sujetos educados y adinerados de hombres como él mismo, desaliñados, de hombros caídos, que, a la luz del día, terminaría espantando a cualquier mujer sensible. Se dificultaba distinguir entre jóvenes y ancianos, entre hombres rudos y jovencitas dulces, entre caballeros y monstruos, entre lo refinado y lo bruto. Existían dos cosas que todos los peatones tenían en común: una cierta anonimidad, y una o dos intenciones cuestionables, cuya gravedad aumentaría con el pasar de las horas, pues un hombre a las 02:00 de la madrugada podría ser infiel, mientras que dos a las 05:00 podrían haber cometido un asesinato. Luka no tenía un reloj, (lo había perdido minutos antes), pero si lo tuviera sabría que eran las 03:37, momento en que los oficiales, cansados y alertas, se volvían animales paranoicos y comenzaban a olvidar protocolos, horarios de trabajo, o del vocabulario que les ayudaría a evitar una muerte, y no a generarla. Aún así, él no necesitaba saber el horario para evitar a la policía; era instinto.
Luka, por supuesto, siempre se sintió enamorado de la noche, de sus misterios, de su falta de lucidez, de la sensación de vivir debajo de la sociedad, debajo de las mentiras y los colores artificiales o de las posturas rectas y habla precisa. La noche era animal, era cerveza, era sexo. La noche era excitante, y por fea, era hermosa. Y por esto tanto le apenaba el sueño, pero tenía que dormir, o, como tantas veces se le había recordado, lo despedirían sin misericordia. Encontrar trabajo no era fácil; ya era esa hora maldita en que el espíritu, recién despierto, debe desaparecer entre sábanas sucias y un colchón desaseado.
Antes de entrar en el edificio donde vivía, Luka se despidió de la luna, tan melancólica como compañera. Esto se relacionaba con el único aspecto que resentía de su habitación: la ventana. Despertarse desnudo y temblando del frío, preparar un té y mirar a la luna era lo único que le confortaba tras una pesadilla; lo único que lo calentaba nuevamente, lo único que lo devolvía con cariño a su cama. Ahora, al despertar, las únicas vistas que su ventana le devolvía era conformada por calles vacías y edificios con las cortinas cerradas, como ofendidas de su falta de pudor, y la luna, su querida luna, se ocultaba con indiferencia sobre su cabeza. Su luz, pero, siempre le acompañaba. Cuando una pesadilla interrumpía el sueño Luka se preparaba un té, se apoyaba en el alféizar y pensaba qué tipos de conversaciones podría mantener con su luna, su sabio astro. Las 'charlas' eran siempre abstractas, algo filosóficas, y sin duda carecían de cualquier coherencia, pero no por eso se sentían menos reales. Mientras conversaba su cuerpo desaparecía de su habitación, y las feas vistas se convertían en paisajes negros y de azul oscuro, pero con luz recorriendo y adorando el cuadro. Para el amanecer la conversación y el paisaje eran desafortunadamente olvidados.
El día siguiente el clima resultó insípido. El cielo, en mejores ocasiones azul y relajador, estaba pintado por un gris sólido, insulso y desaborido. Nadie, de haber recibido la noticia de que, aquella mañana de aquél sábado, el sol optó por ausentarse, hubiera resultado sorprendido. Los ciudadanos de la ciudad respondían a aqu como uno esperaría, con caras inexpresivas, con caminatas lentas y pesadas, con saludos desganados, susurrados rabiosamente. Quienes podían optaban por no salir, con excusas de tormenta o de congelarse ante el frío clima, y como resultado quienes recorrían las calles se encontraban allí en contra de sus voluntades, y deseaban que nadie creyera lo contrario.