sábado, 23 de mayo de 2020

FRANCESCA (cuento)

Este cuento no tiene final porque lo que narra aún no ha terminado. Está torpemente corregido, pero aún así me parece digno de una lectura rápida.

Francesca descansaba bajo un roble con cientos de años de edad. Comía una manzana, o quizá una pera, y leía un libro de poemas épicos, o una novela de románticos caballeros, de esas de las que se burlaba Cervantes. Si su padre, dueño de aquellas tierras, hubiera sido un erudito bien leído se habría sentido extrañado por los gustos literarios de su joven hija menor, pero ella aprovechaba su ignorancia cultural para regocijarse en los mundos riesgosos para su reputación. Quizá eso era parte del disfrute; la rebeldía de la adolescente reprimida ante el padre ausente a través del arte. Claro que si le hubieran preguntado ella hubiera negado tal acusación con firmeza, pues, gracias a ciertos poemas griegos, era gran conocedora de tal lugar común, y despreciaba personajes sencillos y predecibles (esto a pesar de ser uno). Se concebía a sí misma como una princesa con la manzana del árbol prohibido en una mano y a un príncipe tomándole y besándola la otra, y ella sonreía no por uno ni por el otro, pero por la capacidad de decidir entre ambos, incluso si esto era sólo a través de textos literarios. La opción, la oportunidad, resultaba excitante para una hija de un pequeño-burgués italiano, una muchachita que nunca había caminado más allá de los campos en que sus esclavos trabajaban día y noche, ni había vislumbrado maravillas más allá de aquellas majestuosas montañas verdes, que ahora no resultaban más interesantes que las cortinas de su habitación. El mundo de los negocios en el que su padre se refugiaba, o el de la costura y comida, con el que su madre se entretenía, les estaban reservados para su futuro, pues a tal edad ninguno de sus padres deseaban condenar a tal señorita a una vida de rutina y desinterés continuo como las que ellos vivían. No colaboraban en la realización de sus deseos, pero, en la lejanía e inacción, la respetaban. Permitían con empatía, y no le enseñaban actividades de dama educada para que no repitiera sus vidas y se convirtiera en una copia sin personalidad de sus padre, pero ella, joven y dulce y simple, los veía con menos cariño que a sus esclavos, y encontraba en una manzana, en un libro, o incluso en un atardecer o en un insecto mayor interés y empatía que en su propia familia. No los odiaba, pero prefería, como ellos hacia ella, ignorarlos.
    Su hogar, al fin y al cabo, era tan solitario como su apartada habitación. No le esperaban bestias mitológicas ni señales divinas ni caballos con alas ni hombres con un amor tan profundo que atravesarían el continente para encontrarla y enamorarla. Le esperaba una mujer a la que los años le pesaban cruelmente, que tejía, cocinaba y tejía y cocinaba sin pensar y sin hablar, repitiendo una rutina que se había convertido en su única obligación, su único deseo, y también intervalos entre lo que Francesca sospechaba eran sueños nostálgicos y escapistas que duraban once, doce o incluso trece horas. Dormía, despertaba para cumplir con sus deberes mínimos y volvía a desaparecer en su almohada, entre sábanas. 'Me gustaría soñar como ella.' Pensaba cada madrugaba al observar a su madre dormir con la sombra de una sonrisa en su rostro, mayor expresión de felicidad femenina que ella había apreciado en su corta vida. Luego estaban las esclavas, siempre cansadas y mudas, siempre invisibles, ignoradas o ignorando a la mocosa con las preguntas en un italiano complicado y foráneo. Por último, y sólo ocasionalmente, su padre visitaba por un día o dos, esto cada mes o mes y medio. Francesca aún recordaba los días en los que su padre trabajaba junto a los esclavos en los campos, recolectando las verduras que madre luego utilizaría para cocinar banquetes que daban vida al comedor en almuerzos o cenas de risa y juego, de informalidad o de música (creía que quizá quien tocaba aquel ya sucio piano era una abuela o tía, pero o estaba segura; había pasado tiempo). Estas comidas comenzaron a distanciarse tras un funeral, y luego tras los constantes asuntos con los que padre debía lidiar. Negocios en España, tramas políticas en Francia, o asuntos religiosos en Roma, cada aspecto de su vida se materializaba en una separación de su familia que Francesa sentía eterna, en la que, a veces y de una manera profundamente aterradora, olvidaba el rostro de su padre. Olvidaba su barba que picaba cuando lo besaba en la mejilla, o aquellos pequeños ojos marrones, o esos brazos que la solían cargar a través de los campos en primavera. Comenzó a valorar los detalles con intensidad, pero el tiempo borraba cualquier recuerdo. Tras dos meses de ausencia, cuando volvió, Francesca se pasó horas en su dormitorio, viéndolo descansar y anotando descripciones, en un principio sólo físicas, del rostro de su padre. No tardó en escribir aún más, ansiando completar su grabado literario que lograría capturar a su padre. Escribía sobre cómo olía a vinagre y ron, cómo su cuerpo se movía acorde al incremento de peso que sufrió en el viaje, cómo combinaba gruñidos con ronquidos, o cómo, entre sueños o cuando estaba perdido entre pensamientos, susurraba palabras como 'reina' o 'bruja' o 'castillo' o 'poni' o 'regalo' o 'fuego' o 'arpía'. Luego, cuando notaba que despertaba y se preparaba para partir en un nuevo viaje, se escondía a revisar sus descripciones y mejorarlas con gran refinamiento, con una precisión que asustaría a cualquiera. Y así fue como conoció a su padre.
    Respecto a su educación su madre era, para estándares religiosos, bastante liberal. Le proveía con libros de buena conducta, de doctrina religiosa y un pequeño libro ilustrado de fábulas para niños, con historias repetitivas y soporíferas que la ponían a dormir. Los manuales de conducta se veían completamente ignorados, pero ocasionalmente tomaba alguno religioso para entretenerse durante alguna noche de la que sufriera un insomnio especialmente aburrido. Su libro favorito era La Biblia, sobre el cual pensaba hablándose a sí misma, repitiéndose pasajes que recordara de memoria, esto después de asegurarse que nadie estuviera cerca para escucharla, por supuesto. Creerían que estaba loca. Además de La Biblia ella leía y releía viejos tomos de historias de caballería en un italiano fácil, poemas sobre héroes y dioses en un latín complicado que le costaba comprender y, en noches de peligrosa curiosidad, unos tomos gigantescos con divertidos dibujos de animales, escritos también en latín.
    También, aunque menos que su madre, era una gran soñadora. En los días en que dormía hasta el almuerzo (lo cual no era poco común) solía ver imágenes extrañas. A veces estas eran experiencias concretas, como en las que nadaba a través de océanos que nunca había visto antes junto a aquellos majestuosos animales que veía en sus libros cuyos nombres no podía pronunciar, pero también solía experimentar sueños más sensoriales, en los que, sedienta, sentía que la golpeaban en el torso, o que le escupían en la cara. Lo extraño es que, en esos sueños donde el dolor era protagonista, no sentía miedo pero, de una manera extraña y pervertida, algún tipo de placer, pero un placer prohibido. Aún así, al despertar, se guardaba estos momentos con precaución, conociendo sus consecuencias. Ocasionalmente la intensidad de tales sueños crecía, y las imágenes se volvían aún más extrañas, como cuando se ahogó durante lo que parecieron horas, atrapada entre montañas de sal. Al despertar estaba sedienta y meada, y encontró que el único líquido que venía tomando desde que durmió eran sus lágrimas. Esa noche se limpió piernas y rostro, abandonó sus ropas en un río y volvió a la cama rezando para que la experiencia no se repitiera. Por último también existía un tipo de evento que, al suceder, era confuso, y en retrospectiva le resultaba imposible definirlos como sueños o realidad. Sabía que se relacionaban con sus sueños, pues eran demasiado extraños para ser pura realidad, pero siempre se sentían distintos, menos abstractos. El que más recordaba era una noche en la que creyó abrir sus ojos para encontrarse con una oscuridad casi absoluta, pero en la cual vislumbraba con el rabillo del ojo a una figura alta y delgada observándola. Intentó moverse, pero lo encontró imposible. Paralizada y desesperada utilizó toda la energía y fuerza de la que su pequeño y débil cuerpo era capaz, pero fue en vano. Al resignarse, una vez ya tranquila, comenzó a escuchar la respiración de la figura. Su corazón se paró, y el pecho comenzó a dolerle. La figura se le acercó lentamente con paso siniestro. Francesca comenzó a llorar. Su cuerpo vibraba, y cuanto más aquella cosa se le acercaba menos sentía a las sábanas tocar su piel, o a las lágrimas recorrerle el rostro. Era un infierno en el que lo único que existía era ella, apenas consciente, incapaz de cualquiera actividad, y su dolor, su miedo, su anticipación a la tragedia. Esto duró durante varias horas, pero a los quince minutos ella ya había entrado en un estado de consciencia incapaz de discernir entre interno y externo, o entre real y falso. No recordaba como su vida era, o cómo solía sentirse; ella era y siempre sería una angustia interna, un problema eterno que nunca se resolvería, y un ardiente deseo de morir.
    Despertar o calmarse no le resultaran situaciones distintas, pero en cierto momento, al salir el sol, recobró el movimiento, y la figura había desaparecido. Dormida o despierta, había recobrado el cuerpo y la consciencia que le había pertenecido antes de que aquella pesadilla hubiera tomado lugar. Al notarse mojada en sudor, lágrimas y pis (a este punto era una rutina) se escapó al río y limpió sus ropas, volviendo tempranamente a su hogar antes de que su madre se despertara. Este era un secreto nuevo, resguardado, por razones desconocidas, con emoción. Era lindo tener un secreto, especialmente uno tan oscuro. Este tipo de sueño no sucedía seguido, pero eso sólo hacía aquellas noches aún más especiales. Recordar tales experiencias era casi tan intenso y maravilloso como experimentarlas. Sentía el poseer tales memorias como poseer las más preciosas y lujosas perlas que cualquier muchacha podría desear.
    Un día su padre, con rostro culpable, le regaló una mascota, un pequeño gato de pelaje gris y blanco. Inmediatamente Francesca lo adoptó y nombró Adán, y prometió a sus padres que lo cuidaría como a un bebé humano. Al decir esto notó, por primera vez desde cuando aún no sabía hablar con claridad, a sus padres sonreír, padre y madre, al mismo tiempo, por la misma razón, y con el mismo sentimiento, compartida y sincronizado. Ella pretendió no notarlo, pero apenas se encontró a solas con su animalito rompió en llanto. No eran lágrimas como las que producía al soñar, no eran saladas, pero dulces, cristalizadas y doradas, las cuales Adán lamió de su redonda carita. Francesca sonrió, y creyó notar que el gato también lo hacía, aunque fuera a través de sus profundos ojos marrones. Abrazó a su gato y repitió su promesa, esta vez exclamándola con ímpetu. La otra promesa no era más que eso, pero ahora se había convertido en su destino. Dedicaría su vida a aquél gato. Y así sucedió. Lo alimentaba cuando necesitaba alimento, lo sacaba al patio cuando necesitaba mear o cagar, le limpiaba su pelaje cuando se ensuciaba con la tierra del campo. y lo acariciaba cuando, deprimido, maullaba. Lo cuidaba, pero Adán también cuidaba de ella, o al menos la acompañaba desinteresadamente cuando percibía que Francesca lo necesitaba. En un inicio eran cariños, quizá dormir juntos, pero a la semana parecían hermanos inseparables, y al mes uno diría que se conocían desde antes de nacer. Cuando a ella le dolía el pecho allí iba Adán a descansar, y cuando Adán necesitaba jugar, incluso al medio de la noche, o durante el desayuno, Francesca lo atendía con emoción. También, en las noches de insomnio que sufría ocasionalmente, Francesca conversaba con su gato, a veces como si se hablara a sí misma, pero también como si le hablara a su padre, o a un animal en un sueño. Adán dejaba de ser Adán y se convirtió en una idea, en una emoción, que interactuaba con ella a través de movimientos de cola, de gentiles y juguetonas mordidas, o con una mirada o penetrante o intranquila. Cuando hablaba, a veces, y sólo cuando era importante, el gato le contestaba, y esto la tranquilizaba. Discutían sobre la muerte, sobre el mundo exterior, y pronto también de Dios. Estas conversaciones eran extensas y sentidas, colmadas de pasión y fantasía, pero también de dudas. Nunca había hablado con nadie sobre sus dudas religiosas, pues era algo privado, pero Adán le escuchaba de una manera que nadie más podría. Con Adán solía hablar de Dios, pero ocasionalmente sentía hablar con Dios. Era lindo, y era especial.

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