Hoy, mientras caminaba, vi que dos chicas en mi acera se dirigían en dirección contraria a la mía. Eran amigas, o lo parecían. Estaban a unos cien metros de lejanía, y yo, precavido, me fui acercando al costado de la calle más cercano a los autos, así ellas irían a mi costado derecho y no tendríamos aquel incómodo momento de indecisión que sucede cuando dos peatones se chocan al caminar en direcciones opuestas. Un poco neurótico, sí, pero práctico. Sin embargo ellas no hicieron lo que esperaba, pues cruzaron al otro lado de la calle, a la acera opuesta.
Esto me dolió.
Lo comprendía. Al fin y al cabo era de noche, y estábamos solos, en silencio. Yo, siendo un hombre, podría haber sido un agresor; de echo esto era estadísticamente probable. No era algo personal. No lo hicieron por quien soy, pero por quién podría ser. Ellas no eran más que dos chicas conscientes de los peligros del mundo que habitaban, quienes, además, tomaron precauciones acorde.
Aún así dolió.
No sé por qué. No debería haber dolido. Muchos hombres, especialmente de mi edad, utilizan estos ambientes nocturnos y solitarios para, borrachos, acosar a muchachas jóvenes. Yo no era sólo hombre, pero también era un gordo, y los gordos tenemos fama de brutos y violentos. Mi ropa era también bastante barata, y supongo que de mal gusto, pues vestía con shorts deportivos, una remera XL y zapatillas algo rotas. Además, si hubieran llegado a observar la expresión en mi rostro habrían observado ojeras, barba de varios días y una expresión amarga. Todo indicaba que podía ser peligroso; pero no lo era. Quizá por eso me dolía tanto.
Unos minutos más tarde me crucé con un hombre. Él no escapó a la acera opuesta, pero esto ya me lo esperaba. Las relaciones entre hombres suelen ser todas iguales: distanciadas, frías, a veces, muy de vez en cuando y sólo con los amigos de muchos años, había un chiste bruto o una violencia juguetona. Cuando habían parejas involucradas la toxicidad podía escalar, pero no era lo común. Nada de todo esto me servía de mucho consuelo. La idea de que no pueden existir intimidades entre hombres es una que me ha atormentado durante toda mi adolescencia. Yo veía a mis amigos, a los mejores, como personas con las cuales compenetrarme, a quienes apoyar y asistir, así como hombros en los que descansar, como personas con las que podría compartir mis mayores miedos. Ellos me veían como un espectador de sus actitudes varoniles e impresionantes logros. Yo me desnudaba emocionalmente, y ellos sonrían con incomodidad, hacían un exagerado chiste estúpido sobre homosexuales y el tema se olvidaba. Recuerdo una vez que mi mejor amigo me dijo, con un tono juguetón: ‘Que mariconadas que decís a veces ¿eh?’ Y era cierto; a veces decía mariconadas. Al menos ese tipo de relación serviría para que otros hombres no temieran de mí. Me romperían de otras maneras, pero al menos no con esa actitud concreta; no como las mujeres.
Yo entiendo por qué las mujeres, especialmente chicas jóvenes, pueden temerme. No hay garantías, y me veo sospechoso. En un mundo tan arriesgado, absurdo y violento como el nuestro esto era más que suficiente para cruzarse a la acera de enfrente. Lo entendía. Al menos mi cerebro lo hacía, pero algo… Algo no me gustaba. Lo sentía erróneo, e incluso injusto. Esto era estúpido, no era un asunto de justicia, pero que supusieran de mí que sería, potencialmente, un violento, un bruto, una amenaza... se sentía mal. Yo podría serlo, sin duda, pero no lo era. Durante toda mi vida he intentado que las personas a mi alrededor no sientan nada peor que indiferencia hacia mí, pero con esas desconocidas no había tenido la oportunidad de mostrar el tipo de persona que era.
¿Pero qué importa? Eran desconocidas. No las volvería a ver durante el resto de mi vida. Preocuparse por cuestiones de este estilo eran absurdas.¿Que importaban que personas sin caras ni nombres hubieran tomado una decisión algo ofensiva pero racional, la cual era tan insignificante que seguramente ya habrían olvidado? Para ellas carecía de importancia, y también debería haberlo echo para mí. No importaba, cierto, pero me importaba. ¿Tan desesperado estaba yo por validación ajena? ¿O era sólo una rebuscada cuestión de justicia? Ellas eran inocentes, y yo el neurótico. Esta era la única conclusión posible, pero era incapaz de aceptarla.
Quizá por eso odio tanto a los jóvenes. Son superficiales. Todos lo somos, cierto, pero ellos ni siquiera intentan ocultarlo. Se toman fotos con maquillaje y filtros, y así se legitiman los unos a los otros. Las relaciones no nacen en las personalidades, pero en los perfiles públicos: sus identidades son pura estética, y yo era incapaz de ajustarme a tales preferencias. ¿Es esta una razón válida para odiar a un grupo entero? No, no lo era, pero sus razones tampoco lo son para juzgarme a mí.
Me estoy contradiciendo, lo sé, pero no puedo evitarlo. Las entiendo, pero duele. Todo se reduce a eso, supongo, o al menos sería una explicación que estaría dispuesto a aceptar.
De repente me sentí nauseabundo. No era dolor, pues este se había empezado a atenuar, pero una especie de ansiedad existencial la que me atormentaba. Quería que me validaran en términos que consideraba ilegítimos, en un sistema corrupto y vacío, por personas las cuales, en cualquier otro contexto, habría olvidado al minuto de pasar a su lado. Entendía por qué lo hicieron, pero no entendía por qué yo quería que no lo hicieran, ni por qué me afectaba tan profundamente.
Continué caminando cabizbajo. Era malo para mi postura, pero a este punto poco me importaba; una deformidad más poco daño haría. Recordé cuando le pregunté a una amiga si quería ir al cine conmigo. Me dijo que no. El sentimiento era muy similar. Quizá no era más que eso: rencor.
Me gustan las chicas, como amigas y como pareja, pero no les gusto a ellas por motivos que siento injustos pero que valido y en los que participo. También me gustan los chicos, aunque el sentimiento pocas veces sea recíproco. Excepciones a la mediocridad reinante eran más fáciles de encontrar en el mundo queer. Los homosexuales están igual de podridos que yo, igual de dolidos, pero suelen tener mayor experiencia en lidiar con el dolor, por lo que podrían volverse personas a las cuales acudir. Pero ellos no viven fuera de esta cultura de la imagen, y cada año se involucran aún más. Ni ellos, los alternativos, los rebeldes, los héroes de este perverso juego de apariencias que llamamos sexualidad, pueden escapar a las superficialidades y mentiras.
Podría intentar cambiar, ajustarme, pero, ¿valía la pena? ¿Valía la pena obedecer a una cultura similar a una cáscara seca y grisácea, muerta y sin sustancia, la cual, si viviéramos en un mundo coherente sería olvidada y reemplazada por valores basados en virtudes, no en características estéticas arbitrarias? ¿Valdría la pena si el único fruto de tanto esfuerzo sería una relación inestable y falsa? La respuesta era obvia, pero estaba siendo algo injusto. Después de todo el arte es puras apariencias, pura estética. A veces el arte tiene sustancia, como a veces lo tienen las personas, pero no es eso lo que nos atrae a él, o al menos no lo primero. Uno se engancha con los colores, no con la filosofía.
Me gustan ambos géneros. hombres, mujeres e incluso no-binarios, y no he tenido suerte con ninguno de ellos, y lo que es peor, creo que en el fondo ni siquiera deseo hacer los sacrificios necesarios para tener pareja. Es cansino, esto de ser una contradicción viviente, incapaz de ajustarse a cualquier tipo de estándar, lo apruebe o no, con deseos que desprecio pero que aún persigo. ‘Sucede que me canso de ser hombre.’ Dijo en algún poema Neruda. Yo también. Él era un buen ejemplo de un hombre gordo sensible, romántico; quizá él lo hubiera solucionado, pues vivió en una época relativamente similar. Pero también era un violador. Quizá no el mejor ejemplo. O quizá el artículo en el que creo recordar haber leído que él era un violador no existe, y lo único que estoy haciendo es perpetuar los mismo prejuicios que tanto dolor me causaron. Que estupidez, y que estúpido estoy actuando.
No, el artículo sí existía. Neruda fue un violador. O al menos violó. No estoy seguro de que haya una diferencia.
Continué pensando en estos laberintos viciosos, aunque lo haya echo a pesar de mi buen estado mental; no podía evitarlo. Esta caminata parecía infinita. Cansado, levanté la mirada y noté dos cosas: primero, faltaban pocas cuadras para llegar a mi casa, y segundo, una chica, quizá de mi edad, se acercaba en dirección opuesta. Suspiré resignado, esperando lo peor. Seguí caminando, algo nervioso, temeroso de reencontrarme con el mismo dolor catalizador de tales pesares, pero seguí caminando. No podía parar ahora, sería aún peor; era inevitable. Un paso y otro paso, esperando que se cruzara a la acera opuesta... pero no lo hizo. Siguió caminando con normalidad, mirando al frente, hasta que pasó junto mío, me saludó con una sonrisa, la cual yo devolví lo mejor que pude, y luego continuó caminando a mis espaldas.
Admito que, aunque no debería reaccionar así, sonreí para mí mismo. Entre toda la contradicción y el dolor alguien había decidido, aunque inconscientemente, no juzgarme. Aún me sentía como un estúpido, pero un estúpido menos pesimista. Era algo, al menos.
Esto me dolió.
Lo comprendía. Al fin y al cabo era de noche, y estábamos solos, en silencio. Yo, siendo un hombre, podría haber sido un agresor; de echo esto era estadísticamente probable. No era algo personal. No lo hicieron por quien soy, pero por quién podría ser. Ellas no eran más que dos chicas conscientes de los peligros del mundo que habitaban, quienes, además, tomaron precauciones acorde.
Aún así dolió.
No sé por qué. No debería haber dolido. Muchos hombres, especialmente de mi edad, utilizan estos ambientes nocturnos y solitarios para, borrachos, acosar a muchachas jóvenes. Yo no era sólo hombre, pero también era un gordo, y los gordos tenemos fama de brutos y violentos. Mi ropa era también bastante barata, y supongo que de mal gusto, pues vestía con shorts deportivos, una remera XL y zapatillas algo rotas. Además, si hubieran llegado a observar la expresión en mi rostro habrían observado ojeras, barba de varios días y una expresión amarga. Todo indicaba que podía ser peligroso; pero no lo era. Quizá por eso me dolía tanto.
Unos minutos más tarde me crucé con un hombre. Él no escapó a la acera opuesta, pero esto ya me lo esperaba. Las relaciones entre hombres suelen ser todas iguales: distanciadas, frías, a veces, muy de vez en cuando y sólo con los amigos de muchos años, había un chiste bruto o una violencia juguetona. Cuando habían parejas involucradas la toxicidad podía escalar, pero no era lo común. Nada de todo esto me servía de mucho consuelo. La idea de que no pueden existir intimidades entre hombres es una que me ha atormentado durante toda mi adolescencia. Yo veía a mis amigos, a los mejores, como personas con las cuales compenetrarme, a quienes apoyar y asistir, así como hombros en los que descansar, como personas con las que podría compartir mis mayores miedos. Ellos me veían como un espectador de sus actitudes varoniles e impresionantes logros. Yo me desnudaba emocionalmente, y ellos sonrían con incomodidad, hacían un exagerado chiste estúpido sobre homosexuales y el tema se olvidaba. Recuerdo una vez que mi mejor amigo me dijo, con un tono juguetón: ‘Que mariconadas que decís a veces ¿eh?’ Y era cierto; a veces decía mariconadas. Al menos ese tipo de relación serviría para que otros hombres no temieran de mí. Me romperían de otras maneras, pero al menos no con esa actitud concreta; no como las mujeres.
Yo entiendo por qué las mujeres, especialmente chicas jóvenes, pueden temerme. No hay garantías, y me veo sospechoso. En un mundo tan arriesgado, absurdo y violento como el nuestro esto era más que suficiente para cruzarse a la acera de enfrente. Lo entendía. Al menos mi cerebro lo hacía, pero algo… Algo no me gustaba. Lo sentía erróneo, e incluso injusto. Esto era estúpido, no era un asunto de justicia, pero que supusieran de mí que sería, potencialmente, un violento, un bruto, una amenaza... se sentía mal. Yo podría serlo, sin duda, pero no lo era. Durante toda mi vida he intentado que las personas a mi alrededor no sientan nada peor que indiferencia hacia mí, pero con esas desconocidas no había tenido la oportunidad de mostrar el tipo de persona que era.
¿Pero qué importa? Eran desconocidas. No las volvería a ver durante el resto de mi vida. Preocuparse por cuestiones de este estilo eran absurdas.¿Que importaban que personas sin caras ni nombres hubieran tomado una decisión algo ofensiva pero racional, la cual era tan insignificante que seguramente ya habrían olvidado? Para ellas carecía de importancia, y también debería haberlo echo para mí. No importaba, cierto, pero me importaba. ¿Tan desesperado estaba yo por validación ajena? ¿O era sólo una rebuscada cuestión de justicia? Ellas eran inocentes, y yo el neurótico. Esta era la única conclusión posible, pero era incapaz de aceptarla.
Quizá por eso odio tanto a los jóvenes. Son superficiales. Todos lo somos, cierto, pero ellos ni siquiera intentan ocultarlo. Se toman fotos con maquillaje y filtros, y así se legitiman los unos a los otros. Las relaciones no nacen en las personalidades, pero en los perfiles públicos: sus identidades son pura estética, y yo era incapaz de ajustarme a tales preferencias. ¿Es esta una razón válida para odiar a un grupo entero? No, no lo era, pero sus razones tampoco lo son para juzgarme a mí.
Me estoy contradiciendo, lo sé, pero no puedo evitarlo. Las entiendo, pero duele. Todo se reduce a eso, supongo, o al menos sería una explicación que estaría dispuesto a aceptar.
De repente me sentí nauseabundo. No era dolor, pues este se había empezado a atenuar, pero una especie de ansiedad existencial la que me atormentaba. Quería que me validaran en términos que consideraba ilegítimos, en un sistema corrupto y vacío, por personas las cuales, en cualquier otro contexto, habría olvidado al minuto de pasar a su lado. Entendía por qué lo hicieron, pero no entendía por qué yo quería que no lo hicieran, ni por qué me afectaba tan profundamente.
Continué caminando cabizbajo. Era malo para mi postura, pero a este punto poco me importaba; una deformidad más poco daño haría. Recordé cuando le pregunté a una amiga si quería ir al cine conmigo. Me dijo que no. El sentimiento era muy similar. Quizá no era más que eso: rencor.
Me gustan las chicas, como amigas y como pareja, pero no les gusto a ellas por motivos que siento injustos pero que valido y en los que participo. También me gustan los chicos, aunque el sentimiento pocas veces sea recíproco. Excepciones a la mediocridad reinante eran más fáciles de encontrar en el mundo queer. Los homosexuales están igual de podridos que yo, igual de dolidos, pero suelen tener mayor experiencia en lidiar con el dolor, por lo que podrían volverse personas a las cuales acudir. Pero ellos no viven fuera de esta cultura de la imagen, y cada año se involucran aún más. Ni ellos, los alternativos, los rebeldes, los héroes de este perverso juego de apariencias que llamamos sexualidad, pueden escapar a las superficialidades y mentiras.
Podría intentar cambiar, ajustarme, pero, ¿valía la pena? ¿Valía la pena obedecer a una cultura similar a una cáscara seca y grisácea, muerta y sin sustancia, la cual, si viviéramos en un mundo coherente sería olvidada y reemplazada por valores basados en virtudes, no en características estéticas arbitrarias? ¿Valdría la pena si el único fruto de tanto esfuerzo sería una relación inestable y falsa? La respuesta era obvia, pero estaba siendo algo injusto. Después de todo el arte es puras apariencias, pura estética. A veces el arte tiene sustancia, como a veces lo tienen las personas, pero no es eso lo que nos atrae a él, o al menos no lo primero. Uno se engancha con los colores, no con la filosofía.
Me gustan ambos géneros. hombres, mujeres e incluso no-binarios, y no he tenido suerte con ninguno de ellos, y lo que es peor, creo que en el fondo ni siquiera deseo hacer los sacrificios necesarios para tener pareja. Es cansino, esto de ser una contradicción viviente, incapaz de ajustarse a cualquier tipo de estándar, lo apruebe o no, con deseos que desprecio pero que aún persigo. ‘Sucede que me canso de ser hombre.’ Dijo en algún poema Neruda. Yo también. Él era un buen ejemplo de un hombre gordo sensible, romántico; quizá él lo hubiera solucionado, pues vivió en una época relativamente similar. Pero también era un violador. Quizá no el mejor ejemplo. O quizá el artículo en el que creo recordar haber leído que él era un violador no existe, y lo único que estoy haciendo es perpetuar los mismo prejuicios que tanto dolor me causaron. Que estupidez, y que estúpido estoy actuando.
No, el artículo sí existía. Neruda fue un violador. O al menos violó. No estoy seguro de que haya una diferencia.
Continué pensando en estos laberintos viciosos, aunque lo haya echo a pesar de mi buen estado mental; no podía evitarlo. Esta caminata parecía infinita. Cansado, levanté la mirada y noté dos cosas: primero, faltaban pocas cuadras para llegar a mi casa, y segundo, una chica, quizá de mi edad, se acercaba en dirección opuesta. Suspiré resignado, esperando lo peor. Seguí caminando, algo nervioso, temeroso de reencontrarme con el mismo dolor catalizador de tales pesares, pero seguí caminando. No podía parar ahora, sería aún peor; era inevitable. Un paso y otro paso, esperando que se cruzara a la acera opuesta... pero no lo hizo. Siguió caminando con normalidad, mirando al frente, hasta que pasó junto mío, me saludó con una sonrisa, la cual yo devolví lo mejor que pude, y luego continuó caminando a mis espaldas.
Admito que, aunque no debería reaccionar así, sonreí para mí mismo. Entre toda la contradicción y el dolor alguien había decidido, aunque inconscientemente, no juzgarme. Aún me sentía como un estúpido, pero un estúpido menos pesimista. Era algo, al menos.
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