jueves, 28 de mayo de 2020

Andrei Tarkovsky

Traducción de Alexandru cel Bun, de https://www.youtube.com/watch?v=_Vvdtaaprzw
"What would you like to tell people?" "I don’t know… I think I’d like to say only that they should learn to be alone and try to spend as much time as possible by themselves. I think one of the faults of young people today is that they try to come together around events that are noisy, almost aggressive at times. This desire to be together in order to not feel alone is an unfortunate symptom, in my opinion. Every person needs to learn from childhood how to be spend time with oneself. That doesn’t mean he should be lonely, but that he shouldn’t grow bored with himself because people who grow bored in their own company seem to me in danger, from a self-esteem point of view."

sábado, 23 de mayo de 2020

Suicidio

https://blogs.scientificamerican.com/bering-in-mind/being-suicidal-what-it-feels-like-to-want-to-kill-yourself/

Por lo visto

Por lo visto es posible declararse hombre.
Por lo visto es posible decir no.
De una vez y en la calle , de una vez, por todas
y por todas las veces en que no pudimos.
Importa por lo visto el hecho de estar vivo.
Importa por lo visto que hasta la injusta fuerza
necesite, suponga nuestras vidas, esos actos mínimos
a diario cumplidos en la calle por todos.
Y será preciso no olvidar la lección:
saber, a cada instante, que en el gesto que hacemos
hay un arma escondida, saber que estamos vivos
aún. Y que la vida
todavía es posible, por lo visto.
-Jaime Gil de Biedma

FRANCESCA (cuento)

Este cuento no tiene final porque lo que narra aún no ha terminado. Está torpemente corregido, pero aún así me parece digno de una lectura rápida.

Francesca descansaba bajo un roble con cientos de años de edad. Comía una manzana, o quizá una pera, y leía un libro de poemas épicos, o una novela de románticos caballeros, de esas de las que se burlaba Cervantes. Si su padre, dueño de aquellas tierras, hubiera sido un erudito bien leído se habría sentido extrañado por los gustos literarios de su joven hija menor, pero ella aprovechaba su ignorancia cultural para regocijarse en los mundos riesgosos para su reputación. Quizá eso era parte del disfrute; la rebeldía de la adolescente reprimida ante el padre ausente a través del arte. Claro que si le hubieran preguntado ella hubiera negado tal acusación con firmeza, pues, gracias a ciertos poemas griegos, era gran conocedora de tal lugar común, y despreciaba personajes sencillos y predecibles (esto a pesar de ser uno). Se concebía a sí misma como una princesa con la manzana del árbol prohibido en una mano y a un príncipe tomándole y besándola la otra, y ella sonreía no por uno ni por el otro, pero por la capacidad de decidir entre ambos, incluso si esto era sólo a través de textos literarios. La opción, la oportunidad, resultaba excitante para una hija de un pequeño-burgués italiano, una muchachita que nunca había caminado más allá de los campos en que sus esclavos trabajaban día y noche, ni había vislumbrado maravillas más allá de aquellas majestuosas montañas verdes, que ahora no resultaban más interesantes que las cortinas de su habitación. El mundo de los negocios en el que su padre se refugiaba, o el de la costura y comida, con el que su madre se entretenía, les estaban reservados para su futuro, pues a tal edad ninguno de sus padres deseaban condenar a tal señorita a una vida de rutina y desinterés continuo como las que ellos vivían. No colaboraban en la realización de sus deseos, pero, en la lejanía e inacción, la respetaban. Permitían con empatía, y no le enseñaban actividades de dama educada para que no repitiera sus vidas y se convirtiera en una copia sin personalidad de sus padre, pero ella, joven y dulce y simple, los veía con menos cariño que a sus esclavos, y encontraba en una manzana, en un libro, o incluso en un atardecer o en un insecto mayor interés y empatía que en su propia familia. No los odiaba, pero prefería, como ellos hacia ella, ignorarlos.
    Su hogar, al fin y al cabo, era tan solitario como su apartada habitación. No le esperaban bestias mitológicas ni señales divinas ni caballos con alas ni hombres con un amor tan profundo que atravesarían el continente para encontrarla y enamorarla. Le esperaba una mujer a la que los años le pesaban cruelmente, que tejía, cocinaba y tejía y cocinaba sin pensar y sin hablar, repitiendo una rutina que se había convertido en su única obligación, su único deseo, y también intervalos entre lo que Francesca sospechaba eran sueños nostálgicos y escapistas que duraban once, doce o incluso trece horas. Dormía, despertaba para cumplir con sus deberes mínimos y volvía a desaparecer en su almohada, entre sábanas. 'Me gustaría soñar como ella.' Pensaba cada madrugaba al observar a su madre dormir con la sombra de una sonrisa en su rostro, mayor expresión de felicidad femenina que ella había apreciado en su corta vida. Luego estaban las esclavas, siempre cansadas y mudas, siempre invisibles, ignoradas o ignorando a la mocosa con las preguntas en un italiano complicado y foráneo. Por último, y sólo ocasionalmente, su padre visitaba por un día o dos, esto cada mes o mes y medio. Francesca aún recordaba los días en los que su padre trabajaba junto a los esclavos en los campos, recolectando las verduras que madre luego utilizaría para cocinar banquetes que daban vida al comedor en almuerzos o cenas de risa y juego, de informalidad o de música (creía que quizá quien tocaba aquel ya sucio piano era una abuela o tía, pero o estaba segura; había pasado tiempo). Estas comidas comenzaron a distanciarse tras un funeral, y luego tras los constantes asuntos con los que padre debía lidiar. Negocios en España, tramas políticas en Francia, o asuntos religiosos en Roma, cada aspecto de su vida se materializaba en una separación de su familia que Francesa sentía eterna, en la que, a veces y de una manera profundamente aterradora, olvidaba el rostro de su padre. Olvidaba su barba que picaba cuando lo besaba en la mejilla, o aquellos pequeños ojos marrones, o esos brazos que la solían cargar a través de los campos en primavera. Comenzó a valorar los detalles con intensidad, pero el tiempo borraba cualquier recuerdo. Tras dos meses de ausencia, cuando volvió, Francesca se pasó horas en su dormitorio, viéndolo descansar y anotando descripciones, en un principio sólo físicas, del rostro de su padre. No tardó en escribir aún más, ansiando completar su grabado literario que lograría capturar a su padre. Escribía sobre cómo olía a vinagre y ron, cómo su cuerpo se movía acorde al incremento de peso que sufrió en el viaje, cómo combinaba gruñidos con ronquidos, o cómo, entre sueños o cuando estaba perdido entre pensamientos, susurraba palabras como 'reina' o 'bruja' o 'castillo' o 'poni' o 'regalo' o 'fuego' o 'arpía'. Luego, cuando notaba que despertaba y se preparaba para partir en un nuevo viaje, se escondía a revisar sus descripciones y mejorarlas con gran refinamiento, con una precisión que asustaría a cualquiera. Y así fue como conoció a su padre.
    Respecto a su educación su madre era, para estándares religiosos, bastante liberal. Le proveía con libros de buena conducta, de doctrina religiosa y un pequeño libro ilustrado de fábulas para niños, con historias repetitivas y soporíferas que la ponían a dormir. Los manuales de conducta se veían completamente ignorados, pero ocasionalmente tomaba alguno religioso para entretenerse durante alguna noche de la que sufriera un insomnio especialmente aburrido. Su libro favorito era La Biblia, sobre el cual pensaba hablándose a sí misma, repitiéndose pasajes que recordara de memoria, esto después de asegurarse que nadie estuviera cerca para escucharla, por supuesto. Creerían que estaba loca. Además de La Biblia ella leía y releía viejos tomos de historias de caballería en un italiano fácil, poemas sobre héroes y dioses en un latín complicado que le costaba comprender y, en noches de peligrosa curiosidad, unos tomos gigantescos con divertidos dibujos de animales, escritos también en latín.
    También, aunque menos que su madre, era una gran soñadora. En los días en que dormía hasta el almuerzo (lo cual no era poco común) solía ver imágenes extrañas. A veces estas eran experiencias concretas, como en las que nadaba a través de océanos que nunca había visto antes junto a aquellos majestuosos animales que veía en sus libros cuyos nombres no podía pronunciar, pero también solía experimentar sueños más sensoriales, en los que, sedienta, sentía que la golpeaban en el torso, o que le escupían en la cara. Lo extraño es que, en esos sueños donde el dolor era protagonista, no sentía miedo pero, de una manera extraña y pervertida, algún tipo de placer, pero un placer prohibido. Aún así, al despertar, se guardaba estos momentos con precaución, conociendo sus consecuencias. Ocasionalmente la intensidad de tales sueños crecía, y las imágenes se volvían aún más extrañas, como cuando se ahogó durante lo que parecieron horas, atrapada entre montañas de sal. Al despertar estaba sedienta y meada, y encontró que el único líquido que venía tomando desde que durmió eran sus lágrimas. Esa noche se limpió piernas y rostro, abandonó sus ropas en un río y volvió a la cama rezando para que la experiencia no se repitiera. Por último también existía un tipo de evento que, al suceder, era confuso, y en retrospectiva le resultaba imposible definirlos como sueños o realidad. Sabía que se relacionaban con sus sueños, pues eran demasiado extraños para ser pura realidad, pero siempre se sentían distintos, menos abstractos. El que más recordaba era una noche en la que creyó abrir sus ojos para encontrarse con una oscuridad casi absoluta, pero en la cual vislumbraba con el rabillo del ojo a una figura alta y delgada observándola. Intentó moverse, pero lo encontró imposible. Paralizada y desesperada utilizó toda la energía y fuerza de la que su pequeño y débil cuerpo era capaz, pero fue en vano. Al resignarse, una vez ya tranquila, comenzó a escuchar la respiración de la figura. Su corazón se paró, y el pecho comenzó a dolerle. La figura se le acercó lentamente con paso siniestro. Francesca comenzó a llorar. Su cuerpo vibraba, y cuanto más aquella cosa se le acercaba menos sentía a las sábanas tocar su piel, o a las lágrimas recorrerle el rostro. Era un infierno en el que lo único que existía era ella, apenas consciente, incapaz de cualquiera actividad, y su dolor, su miedo, su anticipación a la tragedia. Esto duró durante varias horas, pero a los quince minutos ella ya había entrado en un estado de consciencia incapaz de discernir entre interno y externo, o entre real y falso. No recordaba como su vida era, o cómo solía sentirse; ella era y siempre sería una angustia interna, un problema eterno que nunca se resolvería, y un ardiente deseo de morir.
    Despertar o calmarse no le resultaran situaciones distintas, pero en cierto momento, al salir el sol, recobró el movimiento, y la figura había desaparecido. Dormida o despierta, había recobrado el cuerpo y la consciencia que le había pertenecido antes de que aquella pesadilla hubiera tomado lugar. Al notarse mojada en sudor, lágrimas y pis (a este punto era una rutina) se escapó al río y limpió sus ropas, volviendo tempranamente a su hogar antes de que su madre se despertara. Este era un secreto nuevo, resguardado, por razones desconocidas, con emoción. Era lindo tener un secreto, especialmente uno tan oscuro. Este tipo de sueño no sucedía seguido, pero eso sólo hacía aquellas noches aún más especiales. Recordar tales experiencias era casi tan intenso y maravilloso como experimentarlas. Sentía el poseer tales memorias como poseer las más preciosas y lujosas perlas que cualquier muchacha podría desear.
    Un día su padre, con rostro culpable, le regaló una mascota, un pequeño gato de pelaje gris y blanco. Inmediatamente Francesca lo adoptó y nombró Adán, y prometió a sus padres que lo cuidaría como a un bebé humano. Al decir esto notó, por primera vez desde cuando aún no sabía hablar con claridad, a sus padres sonreír, padre y madre, al mismo tiempo, por la misma razón, y con el mismo sentimiento, compartida y sincronizado. Ella pretendió no notarlo, pero apenas se encontró a solas con su animalito rompió en llanto. No eran lágrimas como las que producía al soñar, no eran saladas, pero dulces, cristalizadas y doradas, las cuales Adán lamió de su redonda carita. Francesca sonrió, y creyó notar que el gato también lo hacía, aunque fuera a través de sus profundos ojos marrones. Abrazó a su gato y repitió su promesa, esta vez exclamándola con ímpetu. La otra promesa no era más que eso, pero ahora se había convertido en su destino. Dedicaría su vida a aquél gato. Y así sucedió. Lo alimentaba cuando necesitaba alimento, lo sacaba al patio cuando necesitaba mear o cagar, le limpiaba su pelaje cuando se ensuciaba con la tierra del campo. y lo acariciaba cuando, deprimido, maullaba. Lo cuidaba, pero Adán también cuidaba de ella, o al menos la acompañaba desinteresadamente cuando percibía que Francesca lo necesitaba. En un inicio eran cariños, quizá dormir juntos, pero a la semana parecían hermanos inseparables, y al mes uno diría que se conocían desde antes de nacer. Cuando a ella le dolía el pecho allí iba Adán a descansar, y cuando Adán necesitaba jugar, incluso al medio de la noche, o durante el desayuno, Francesca lo atendía con emoción. También, en las noches de insomnio que sufría ocasionalmente, Francesca conversaba con su gato, a veces como si se hablara a sí misma, pero también como si le hablara a su padre, o a un animal en un sueño. Adán dejaba de ser Adán y se convirtió en una idea, en una emoción, que interactuaba con ella a través de movimientos de cola, de gentiles y juguetonas mordidas, o con una mirada o penetrante o intranquila. Cuando hablaba, a veces, y sólo cuando era importante, el gato le contestaba, y esto la tranquilizaba. Discutían sobre la muerte, sobre el mundo exterior, y pronto también de Dios. Estas conversaciones eran extensas y sentidas, colmadas de pasión y fantasía, pero también de dudas. Nunca había hablado con nadie sobre sus dudas religiosas, pues era algo privado, pero Adán le escuchaba de una manera que nadie más podría. Con Adán solía hablar de Dios, pero ocasionalmente sentía hablar con Dios. Era lindo, y era especial.

sábado, 2 de mayo de 2020

ACERA OPUESTA (cuento)

Quizá mi peor cuento, pero también mi favorito.

Hoy, mientras caminaba, vi que dos chicas en mi acera se dirigían en dirección contraria a la mía.  Eran amigas, o lo parecían. Estaban a unos cien metros de lejanía, y yo, precavido, me fui acercando al costado de la calle más cercano a los autos, así ellas irían a mi costado derecho y no tendríamos aquel incómodo momento de indecisión que sucede cuando dos peatones se chocan al caminar en direcciones opuestas. Un poco neurótico, sí, pero práctico. Sin embargo ellas no hicieron lo que esperaba, pues cruzaron al otro lado de la calle, a la acera opuesta. 
    Esto me dolió.
    Lo comprendía. Al fin y al cabo era de noche, y estábamos solos, en silencio. Yo, siendo un hombre, podría haber sido un agresor; de echo esto era estadísticamente probable. No era algo personal. No lo hicieron por quien soy, pero por quién podría ser. Ellas no eran más que dos chicas conscientes de los peligros del mundo que habitaban, quienes, además, tomaron precauciones acorde. 
    Aún así dolió.
    No sé por qué. No debería haber dolido. Muchos hombres, especialmente de mi edad, utilizan estos ambientes nocturnos y solitarios para, borrachos, acosar a muchachas jóvenes. Yo no era sólo hombre, pero también era un gordo, y los gordos tenemos fama de brutos y violentos. Mi ropa era también bastante barata, y supongo que de mal gusto, pues vestía con shorts deportivos, una remera XL y zapatillas algo rotas.  Además, si hubieran llegado a observar la expresión en mi rostro habrían observado ojeras, barba de varios días y una expresión amarga. Todo indicaba que podía ser peligroso; pero no lo era. Quizá por eso me dolía tanto.
    Unos minutos más tarde me crucé con un hombre. Él no escapó a la acera opuesta, pero esto ya me lo esperaba. Las relaciones entre hombres suelen ser todas iguales: distanciadas, frías, a veces, muy de vez en cuando y sólo con los amigos de muchos años, había un chiste bruto o una violencia juguetona. Cuando habían parejas involucradas la toxicidad podía escalar, pero no era lo común. Nada de todo esto me servía de mucho consuelo. La idea de que no pueden existir intimidades entre hombres es una que me ha atormentado durante toda mi adolescencia. Yo veía a mis amigos, a los mejores, como personas con las cuales compenetrarme, a quienes apoyar y asistir, así como hombros en los que descansar, como personas con las que podría compartir mis mayores miedos. Ellos me veían como un espectador de sus actitudes varoniles e impresionantes logros. Yo me desnudaba emocionalmente, y ellos sonrían con incomodidad, hacían un exagerado chiste estúpido sobre homosexuales y el tema se olvidaba. Recuerdo una vez que mi mejor amigo me dijo, con un tono juguetón: ‘Que mariconadas que decís a veces ¿eh?’  Y era cierto; a veces decía mariconadas. Al menos ese tipo de relación serviría para que otros hombres no temieran de mí. Me romperían de otras maneras, pero al menos no con esa actitud concreta; no como las mujeres.
    Yo entiendo por qué las mujeres, especialmente chicas jóvenes, pueden temerme. No hay garantías, y me veo sospechoso. En un mundo tan arriesgado, absurdo y violento como el nuestro esto era más que suficiente para cruzarse a la acera de enfrente. Lo entendía. Al menos mi cerebro lo hacía, pero algo… Algo no me gustaba. Lo sentía erróneo, e incluso injusto. Esto era estúpido, no era un asunto de justicia, pero que supusieran de mí que sería, potencialmente, un violento, un bruto, una amenaza... se sentía mal. Yo podría serlo, sin duda, pero no lo era. Durante toda mi vida he intentado que las personas a mi alrededor no sientan nada peor que indiferencia hacia mí, pero con esas desconocidas no había tenido la oportunidad de mostrar el tipo de persona que era.
    ¿Pero qué importa? Eran desconocidas. No las volvería a ver durante el resto de mi vida. Preocuparse por cuestiones de este estilo eran absurdas.¿Que importaban que personas sin caras ni nombres hubieran tomado una decisión algo ofensiva pero racional, la cual era tan insignificante que seguramente ya habrían olvidado? Para ellas carecía de importancia, y también debería haberlo echo para mí. No importaba, cierto, pero me importaba. ¿Tan desesperado estaba yo por validación ajena? ¿O era sólo una rebuscada cuestión de justicia? Ellas eran inocentes, y yo el neurótico. Esta era la única conclusión posible, pero era incapaz de aceptarla.
    Quizá por eso odio tanto a los jóvenes. Son superficiales. Todos lo somos, cierto, pero ellos ni siquiera intentan ocultarlo. Se toman fotos con maquillaje y filtros, y así se legitiman los unos a los otros. Las relaciones no nacen en las personalidades, pero en los  perfiles públicos: sus identidades son pura estética, y yo era incapaz de ajustarme a tales preferencias. ¿Es esta una razón válida para odiar a un grupo entero? No, no lo era, pero sus razones tampoco lo son para juzgarme a mí.
    Me estoy contradiciendo, lo sé, pero no puedo evitarlo. Las entiendo, pero duele. Todo se reduce a eso, supongo, o al menos sería una explicación que estaría dispuesto a aceptar. 
    De repente me sentí nauseabundo. No era dolor, pues este se había empezado a atenuar, pero una especie de ansiedad existencial la que me atormentaba. Quería que me validaran en términos que consideraba ilegítimos, en un sistema corrupto y vacío, por personas las cuales, en cualquier otro contexto, habría olvidado al minuto de pasar a su lado. Entendía por qué lo hicieron, pero no entendía por qué yo quería que no lo hicieran, ni por qué me afectaba tan profundamente.
    Continué caminando cabizbajo. Era malo para mi postura, pero a este punto poco me importaba; una deformidad más poco daño haría. Recordé cuando le pregunté a una amiga si quería ir al cine conmigo. Me dijo que no. El sentimiento era muy similar. Quizá no era más que eso: rencor. 
    Me gustan las chicas, como amigas y como pareja, pero no les gusto a ellas por motivos que siento injustos pero que valido y en los que participo. También me gustan los chicos, aunque el sentimiento pocas veces sea recíproco. Excepciones a la mediocridad reinante eran más fáciles de encontrar en el mundo queer. Los homosexuales están igual de podridos que yo, igual de dolidos, pero suelen tener mayor experiencia en lidiar con el dolor, por lo que podrían volverse personas a las cuales acudir. Pero ellos no viven fuera de esta cultura de la imagen, y cada año se involucran aún más. Ni ellos, los alternativos, los rebeldes, los héroes de este perverso juego de apariencias que llamamos sexualidad, pueden escapar a las superficialidades y mentiras. 
    Podría intentar cambiar, ajustarme, pero, ¿valía la pena? ¿Valía la pena obedecer a una cultura similar a una cáscara seca y grisácea, muerta y sin sustancia, la cual, si viviéramos en un mundo coherente sería olvidada y reemplazada por valores basados en virtudes, no en características estéticas arbitrarias? ¿Valdría la pena si el único fruto de tanto esfuerzo sería una relación inestable y falsa? La respuesta era obvia, pero estaba siendo algo injusto. Después de todo el arte es puras apariencias, pura estética. A veces el arte tiene sustancia, como a veces lo tienen las personas, pero no es eso lo que nos atrae a él, o al menos no lo primero. Uno se engancha con los colores, no con la filosofía.
    Me gustan ambos géneros. hombres, mujeres e incluso no-binarios, y no he tenido suerte con ninguno de ellos, y lo que es peor, creo que en el fondo ni siquiera deseo hacer los sacrificios necesarios para tener pareja. Es cansino, esto de ser una contradicción viviente, incapaz de ajustarse a cualquier tipo de estándar, lo apruebe o no, con deseos que desprecio pero que aún persigo. ‘Sucede que me canso de ser hombre.’ Dijo en algún poema Neruda. Yo también. Él era un buen ejemplo de un hombre gordo sensible, romántico; quizá él lo hubiera solucionado, pues vivió en una época relativamente similar. Pero también era un violador. Quizá no el mejor ejemplo. O quizá el artículo en el que creo recordar haber leído que él era un violador no existe, y lo único que estoy haciendo es perpetuar los mismo prejuicios que tanto dolor me causaron. Que estupidez, y que estúpido estoy actuando. 
    No, el artículo sí existía. Neruda fue un violador. O al menos violó. No estoy seguro de que haya una diferencia. 
    Continué pensando en estos laberintos viciosos, aunque lo haya echo a pesar de mi buen estado mental; no podía evitarlo. Esta caminata parecía infinita. Cansado, levanté la mirada y noté dos cosas: primero, faltaban pocas cuadras para llegar a mi casa, y segundo, una chica, quizá de mi edad, se acercaba en dirección opuesta. Suspiré resignado, esperando lo peor. Seguí caminando, algo nervioso, temeroso de reencontrarme con el mismo dolor catalizador de tales pesares, pero seguí caminando. No podía parar ahora, sería aún peor; era inevitable. Un paso y otro paso, esperando que se cruzara a la acera opuesta... pero no lo hizo. Siguió caminando con normalidad, mirando al frente, hasta que pasó junto mío, me saludó con una sonrisa, la cual yo devolví lo mejor que pude, y luego continuó caminando a mis espaldas. 
    Admito que, aunque no debería reaccionar así, sonreí para mí mismo. Entre toda la contradicción y el dolor alguien había decidido, aunque inconscientemente, no juzgarme. Aún me sentía como un estúpido, pero un estúpido menos pesimista. Era algo, al menos.