martes, 15 de diciembre de 2020

Rani, de Carlos Peralta

RANI
Entre don Pedro el carnicero y yo sólo cabían, por el momento, unas relaciones bastante restringidas. Nuestras vidas eran muy distintas. Para él, existir era cercenar infatigablemente animales en la fétida frescura de ¡a carnicería; para mí, arrancar numerosas hojas de un bloc barato y ponerlas en la máquina de escribir. Casi todos nuestros actos diarios se sujetaban a un ritual distinto. Yo lo visitaba para pagarle mi cuenta, pero no asistía a la fiesta de compromiso de su hija, por ejemplo. Tam­poco habría tenido inconveniente alguno en hacerlo, lle­gado el caso. Sin embargo, lo que más me interesaba no eran las actitudes privadas que yo pudiera tomar sino la búsqueda en general del estrechamiento de las rela­ciones entre los hombres, de un mayor intercambio entre esos rituales.
    Estos pensamientos me ocupaban distraídamente cuando advertí que el dependiente salía llevando a duras penas una canasta con un cuarto de res.
    —¿Eso será para el restaurante de la vuelta? —pre­gunté.
    —No. Es para ahí enfrente, el 4° B.
    —Tendrán "frigidaire" —dijo un fantasma verbal fe­menino que se apoderó de mí.
    —Todos los días llevan lo mismo—contestó don Pe­dro.
    —No me diga. ¿Comen todo eso?
    —Y si no se lo comen, peor para ellos, ¿no le parece? —dijo el carnicero.
    Enseguida me enteré de que en el 4° B vivía un matri­monio solo. El hombre era bajito y "de marrón". La mujer debía de ser muy perezosa, porque siempre recibía al dependiente desaliñada. Aparte de eso y del cuarto de res, que por lo visto era su único vicio, eran gente orde­nada. Nunca volvían a su casa después del anochecer, a eso de las ocho en verano y a las cinco en invierno. Una vez, le había contado el portero a don Pedro, habían debido celebrar una fiesta muy ruidosa, porque dos ve­cinos se quejaron. Parecía que un gracioso había estado imitando voces de animales.
    —¡Shh! —dijo don Pedro llevando a los labios un trágico dedo manchado de sangre. Entró un hombre de marrón: indudablemente, el mismo que consumía dos vacas semanales o por lo menos una, si una digna con­sorte lo ayudaba. Apresurado, no me vio. Sacó la cartera y empezó a contar billetes grandes, muy nuevos.
    —Cuatro mil —dijo—. Seiscientos... dos. Aquí tiene.
    —Hola, Carracido —le dije—. ¿Se acuerda de mí? —Lo había conocido años antes. Era abogado.— Parece que somos vecinos.
    —¿Qué dice, Peralta? ¿Cómo le va? ¿Vive cerca? —preguntó con su vieja cordialidad administrativa.
    —Al lado de su casa. A usted le va bien, por lo visto. ¿Comiendo mucho, no?
    —No —dijo—. Yo con cualquier cosita me arreglo. Y además,  usted  comprende, el hígado.
    —¿Y entonces, cómo...?
    —Ah, ¿usted dice por la carne? No, eso es otra cosa. —Pareció ensombrecerse y luego profirió una especie de risa falsa, parecida a la tos. —Tengo mucho que hacer. Adiós, amigo. Véngase una tardecita, temprano, un sá­bado, o un domingo, a casa. Yo vivo ahí en el 860, 4° B. —Vaciló.— Sabe, me gustaría charlar con usted. —Ju­raría que hubo en su voz un elemento suplicante, que me intrigó.
    —Voy a ir —le contesté—. Hasta el sábado.
    Don Pedro lo siguió con la mirada.
    —Vaya a saber qué le ocurre —dijo—. Cada familia es un mundo.
Años pasan sin que uno vea algún antiguo compa­ñero del colegio, de la universidad, de un lugar donde ha trabajado: ese día me encontré con dos. Primero Ca­rracido, después Gómez Campbell. Con el último fui a tomar el café en el Boston, y le conté que había visto a Carracido. Lo recordó y no le gustó el recuerdo: era evidente.
    —No me gusta ese tipo —dijo después—. Es un bicho lleno de líos y de vueltas.
    —A mí me parece inofensivo —comenté.
    Calló mientras el mozo servía el café.
    —Yo lo conocí hace muchos años —dijo—. Antes de entrar en el Ministerio estaba en el Banco de Créditos. Ya se había casado. Fíjese que tuve que denunciarlo porque se había llevado un montón de dinero a las ca­rreras. Casi lo echan, pero era amigo del gerente y pudo devolver lo que faltaba y se salvó. Después lo nombraron asesor en el Ministerio: pelechó el hombre. También, creo, recibió una herencia.
    Este Gómez Campbell, todavía no lo he dicho, era bastante canalla.
    —Yo, palabra —siguió Gómez—, me alegré y fui a felicitarlo. ¿Sabe lo que me dijo? "Cállese, hipócrita”, así me calificó. A mí, que iba el primero a saludarlo, con los brazos abiertos, con la mayor estima. Y eso no puede ser. El hombre tiene que saber olvidar las renci­llas y las pequeñeces. Y si no sabe, como este Carracido, más tarde o más temprano lo castigan. —Hizo una pausa para recalcar la severidad de su admonición.—Por él conseguí el puesto, después de mucho andar. Y ahora, sabe, creo que le va mal con la mujer. Ella anda por su lado y él por el suyo. Se ve que es demasiado linda y le queda grande; y como la herencia era del suegro, un montón de casas, se la tiene que aguantar.
    La orquesta destruía alegremente un valsecito.
    —Por mí, que reviente —concedió Gómez Campbell—. Y vea lo que son las cosas: ha andado haciendo pape­lones con todas las empleadas del Ministerio. La mujer no le llevará el apunte, claro.
    Pronto nos despedimos. Enseguida se agotó ese en­cuentro fortuito sostenido por el vilipendio y la curio­sidad. Gómez Campbell me dio la mano fríamente y se perdió en Florida. Cada vez me resultaba más apasio­nante Carracido, gran carnívoro, don Juan, casado con mujer hermosa y presumiblemente infiel, bastante carre­rista y algo ladrón. La verdad, nunca conocemos a nadie.
    El sábado pensé ir temprano, pero no pude. Me había propuesto terminar un cuento que debía entregar el lunes (tal vez este mismo) y no lo logré. Me bañé, me cambié de ropa, me sentí un poco frustrado y fui hasta el 860, 4° B. Eran las siete y media. Carracido me recibió muy correcto, pero un poco inquieto, abriendo la puerta muy gradualmente.
    —Hola —dijo—. No lo esperaba. Se le ha hecho un poco tarde.
    —Hombre, si tiene otra cosa que hacer, lo dejamos para mañana o pasado.
    —No —dijo con genuina cordialidad—. No, pase. Un segundo; que llamo a mi mujer.
    Los muebles eran de diversos estilos, pero no se aco­modaban con mal gusto. Lo único chocante era el qui­llango que cubría el diván, rasgado a lo largo como con un cuchillo y casi partido en dos. Por otra parte, las patas del diván estaban demasiado abiertas hacia afuera. Acaricié el quillango y lo dejé al oír la voz de Carra­cido.
    —Esta es Rani —dijo.
    La miré fascinado. Todo lo que diga será poco. No sé, no creo haber visto nunca una mujer más hermosa, unos ojos verdes más intensos, un andar más ponderable y delicado. Me levanté y le di la mano, sin dejar de mirarla en los ojos. Bajó levemente los párpados y se sentó a mi lado en el diván, silenciosa, sonriente, con una fácil gracia felina. Haciendo un esfuerzo aparté de ella la vista y miré hacia la ventana, pero sin dejar de recordar esas piernas que se movían con la suavidad y el empuje de las olas. Afuera, sólo manchaba el azul blando del atardecer de Buenos Aires una rápida nube que en ese preciso instante pasaba del cobrizo al morado. Un ruido incon­gruente me distrajo: Carracido tamborileaba con las uñas sobre la mesa a la velocidad de un tren expreso. Lo miré y se detuvo.
    —Rani, ya debe estar listo tu baño —dijo.
    —Sí, querido —respondió ella amorosamente, estirando la mano, cerrada y apretada, sobre el quillango.
    —Rani —insistió Carracido.
    "Orden tácita", pensé. "Está celoso; quiere que se vaya."
    La mujer se levantó y desapareció por una puerta. Antes dio vuelta la cabeza y me miró.
    —Podríamos ir a tomar un trago al bar —sugirió Carracido. Me dio rabia y le dije:
    —Lástima. Se está bien aquí. Preferiría quedarme, si no le molesta.
    Vaciló, pero su cordialidad volvió y también ese aire de­saplica que yo había visto antes, esa vocación de perro.
    —Bueno, sí —dijo—. Tal vez, después de todo, sea mejor. Sabe Dios lo que es mejor. —Fue hasta el apara­dor, trajo una botella y dos vasos. Antes de sentarse, miró el reloj.
"Gómez Campbell tiene razón", me dije. "Éste debe sobrellevar los caprichos de la señora con más naturali­dad que un buey.”
    Y en ese momento empezó el ronroneo. Primero lento, bajo, profundo; después, más violento. Era un ronroneo, pero ¡qué ronroneo! Me parecía tener la cabeza dentro de una colmena. Y no podía haberme mareado con una copa.
    —No es nada —dijo solícitamente Carracido—. Des­pués pasa.
    El ronroneo partía de las habitaciones interiores. Lo siguió un estallido sonoro que me puso en pie instantá­neamente.
    —¿Qué fue eso? —grité, avanzando hacia la puerta.
    —Nada, nada —respondió él con firmeza, poniéndose en el paso.
    No le contesté; lo aparté con tal violencia que cayó hacia un lado, sobre un sillón.
    —¡No grite! —dijo estólidamente. Y después—: ¡No se asuste! —Yo ya había abierto la puerta. Al principio no vi nada; luego, una forma sinuosa se me acercó en la oscuridad.
Era un tigre. Un enorme tigre, totalmente fuera de lugar, rayado, pavoroso y avanzando. Retrocedí; como en un sueño, sentí que Carracido me tomaba del brazo. Volví a empujarlo, esta vez hacia adelante, llegué a la puerta de entrada, abrí y me metí en el ascensor. El tigre se detuvo delante de mí. Tenía en el lustroso cuello el collar de amatistas de Rani. Me cubrí los ojos para no ver sus ojos verdes, y apreté el botón.
    El tigre me siguió por la escalera, a grandes saltos. Volví a subir y él subió. Bajé, y esta vez se cansó del juego; lanzó un triunfante resoplido y salió a la calle. Volví al departamento.
    —¿Por qué no me hizo caso? —dijo Carracido—. ¡Ahora se ha ido, imbécil! —Se sirvió un vaso lleno de whisky y lo bebió de un trago. Lo imité. Carracido apoyó la cabeza en sus brazos y sollozó.
    —Yo soy un hombre tranquilo —hipó—. Me casé con Rani sin soñar que de noche se convertía en tigre.
Se disculpaba. Era increíble pero se disculpaba.
    —No sabe usted lo que fueron los primeros tiempos, cuando vivíamos en las afueras... —empezó, como cual­quiera que cuenta una confidencia.
    —¡Qué me importa dónde vivieron! —exclamé exas­perado—. Hay que llamar a la policía, al zoológico, al circo.  ¡No se puede dejar un tigre suelto en la calle!
    —No, pierda cuidado. Mi señora no hace daño a nadie. A veces asusta un poco a la gente. No se queje —agregó ya un poco borracho—; yo le dije a usted que viniera temprano. Y lo peor es que no sé qué hacer; el mes pasado tuve que malvender un terreno para pa­garle al carnicero...
    Bebió como una bestia dos o tres vasos seguidos.
    —Dicen que hay un hindú, aquí en Buenos Aires... un mago... lo voy a ver uno de estos días; tal vez pueda hacer algo.
Calló y siguió sollozando suavemente.
Fumé un rato largo. Imaginé, qué pesadilla, algunas escenas habituales de su vida. Rani desvencijando el di­ván, porque ningún retozo le estaba permitido. Rani devorando la carne cruda en algún momento de la noche, o deslizando su largo cuerpo entre el mobiliario. Y Carracido, allí, mirándola... ¿cuándo dormiría?
    —Bumburumbum —dijo Carracido, definitivamente borracho. Dejó caer la cabeza al costado, inerte, como una cosa. Paulatinamente, un tranquilo ronquido reem­plazó su llanto. Por fin había vuelto al mundo sencillo de los oficios, los escritos, los expedientes. Debajo del sillón había un huesito.
    Me quedé hasta que llegó el día. Yo también debí dormir. A eso de las siete tocaron el timbre. Abrí; era Rani. Venta despeinada, con la ropa en desorden, las uñas sucias. Parecía confusa y avergonzada. Volví la ca­beza para no herirla, la dejé entrar, salí y me fui. Tenía razón don Pedro: cada familia es un mundo.
    Después me mudé de barrio. Muchos meses más tarde, es curioso cómo se encadenan las cosas que uno, para no desesperar, cree casuales, volví a encontrarme con Gómez Campbell, una noche, en un bar de Rivadavia al cinco mil, frente a la plaza. Le conté la historia: tal vez él me creyó loco, y cambió el tema. Salimos, cami­nando en silencio por la plaza, y lo vimos a Carracido con un perrazo enorme. Un perro grande, verdad, pero manso y tranquilo, con un collar de amatistas. Juraría que me miró con sus anchos ojos verdes. Su dueño no nos había visto.
    —¡El hindú! —exclamé—. Pobre Carracido, parece que su problema se alivió un poco. ¿Vamos a ver al matrimonio?
    —Dejá —dijo Gómez Campbell, disgustado y atemo­rizado—. No lo saludes. A mí no me gustan estas cosas. Yo soy un tipo derecho. Con estos individuos lo mejor es no meterse.
En vano le dije que consideraba perjudicial esa dis­tancia que se mantiene entre hombre y hombre en Bue­nos Aires, ese desagrado por las rarezas de los demás, en vano le aconsejé comprensión y tolerancia. Creo que ni me oyó.
CARLOS PERALTA.


lunes, 14 de diciembre de 2020

Silvina Ocampo, por Jorge Luis Borges

6 de julio de 1986.
    Como el Dios del primer versículo de la Biblia, cada escritor crea un mundo. Esa creación, a diferencia de la divina, no es ex nihilo; surge de la memoria, del olvido que es parte de la memoria, de la literatura anterior, de los hábitos de un lenguaje y, esencialmente, de la imaginación y de la pasión. Kafka es creador de un orbe eleático de infinitas postergaciones; James Joyce, de un orbe de hechos ínfimos y de líneas espléndidas; Silvina Ocampo nos propone una realidad en la que conviven lo quimérico y lo casero, la crueldad minuciosa de los niños y la recatada ternura, la hamaca paraguaya de una quinta y la mitología. Ayudado por la miopía gradual y ahora por la ceguera, vivo entre tentativas de soñar y de razonar; la mente de Silvina recorre con delicado rigor los cinco jardines del Adone, consagrado cada uno a un sentido. Le importan los colores, los matices, las formas, lo convexo, lo cóncavo, los metales, lo áspero, lo pulido, lo opaco, lo traslúcido, las piedras, las plantas, los animales, el sabor peculiar de cada hora y de cada estación, la música, la no menos misteriosa poesía y el peso de las almas, de que habla Hugo.
    De las palabras que podrían definirla, la más precisa, creo, es genial. Se ha dicho que el talento es una fuerza que el hombre puede dirigir; el espíritu sopla donde quiere (Juan, 3,9) y puede salvar o perder. De ahí las habituales inconstancias de la obra de genio. Hugo escribió que Shakespeare estaba sujeto a ausencias en el infinito.
    La prosa de Silvina Ocampo no es menos inspirada que sus versos. Su cuento Autobiografía de Irene es una prueba. Esencial o superficialmente, el tema es un precioso don que luego se revela como terrible. En el Vathek, de William Beckford, le prometen a un rey un infinito y resplandeciente palacio, poblado de esplendores y multitudes; ese palacio es el Infierno. En la Autobiografía de Irene, el ominoso don es de orden profético. No lo creo imposible; es raro que yo pueda saber lo que pasó en Ur de los caldeos, hace ya tantos siglos, y no lo que pasará en esta casa dentro de unos minutos, digamos un llamado de teléfono. Tal vez a la memoria del pasado quepa sumar la del futuro, que ya tiene su nombre en todas las lenguas: presentimiento, foreboding.
    No ensayaré un resumen de las páginas de ese admirable relato. La historia sólo puede ser contada con todas las palabras y todas las circunstancias del texto.

-Jorge Luis Borges

domingo, 6 de diciembre de 2020

Dorothea Brande

     Books are not pills to be swallowed because they are “good for you” and fit some dietary regimen. Neither are they brooches made to show what class or trend or category you belong to. They are certainly not there to masturbate your ego by confirming the truth and superiority of everything you already believe, or to endlessly ditto the tastes you’ve already developed. A book is a world in amber. It is a universe to be explored. A universe of thoughts, colors, sounds, and people. External realities may be checked at the door. Some vibrant soul has dreamed this thing and passed it on to you. Will you really treat it like a disposable commodity? Like a bit of scrap metal you can take or leave? Do you feel this indifferent about your own work? How can you feel this bored about other people’s writing and expect your own work to be of any interest?

    If you are going to be a writer, or any kind of artist, you must reject and eject all prejudicial notions of fashion, usefulness, or preference from your mind. You owe it to your readers and your predecessors to drink as deeply from the well as possible, to flourish and flower completely, without prejudice, indifferent to fashion, in defiance of the mincing comforts, trite truisms, and unexamined values of the mindless, personless mobs. There are beautiful experiences to be had in all avenues of life, and in all categories of art and literature.

    And it is all moving into the open. If you live in America, you are probably within twenty miles of a state college library. If you’re a state resident, all you need is a driver’s license or state ID. Millions of books and films and sound recordings are available online, as more and more Universities post their content through Google and The Internet Archive. Usenet and BitTorrent are now pushing the extremities of quality and availability. We are very near the centuries-old dream of true democratization of knowledge, where you don’t need a certificate program to be in the know. In our new millennium, the door is open, tuition is free. You have only to show up with an open mind and a desire for enrichment.

sábado, 7 de noviembre de 2020

Pino Solanas, sobre La Hora de los Hornos (1968)

 –Si hay algo que debe tener en cuenta al momento de analizar La hora de los hornos es el contexto político y social de entonces. Aun así, ¿cree que tiene vigencia cincuenta años después?
–Algunas tesis políticas siguen teniendo vigencia porque son estructurales y la Argentina no cambió. La Argentina neocolonial, dependiente no cambió. Los críticos de La hora de los hornos decían: “¡Qué disparate! ¡Que nosotros debemos 6 mil millones dólares!”. Se debían 6 mil millones de dólares el año en que yo terminé la película. ¡6 mil millones de dólares! El otro día se fueron 10 mil millones de dólares en una semana. Argentina debe 400 mil millones de dólares. Hace veinte años que debe eso. Paga y la vuelven a endeudar. En 1969, cuando se pasó en Cannes, algunos medios argentinos dijeron: “¡Qué disparate! ¡Argentina no es ese infierno que marca la película! Argentina no es esa imagen de pobreza, de subdesarrollo!”. Una semana después del Festival de Cannes del 69, ardía Córdoba.
Fuente: https://www.pagina12.com.ar/120359-es-una-reflexion-sobre-la-identidad-y-el-proyecto-argentino

martes, 3 de noviembre de 2020

jueves, 29 de octubre de 2020

Errores comunes del escritor principiante

 Decir vs. Mostrar:

-Adjetivación

-Adverbiación

Uso excesivo del gerundio

Cacofonías

Exceso de metáforas o recursos estéticos

Uso de imágenes incongruentes

Cripticismo vs. Simplicidad

Uso de lugares comunes o clichés

Exceso de énfasis o afectación

Falta de ironía o sentido del humor

El error del cuento archipiélago

Uso del lenguaje arcaico

Falta de variedad en tópicos o motivos

Escribir sin errores

Adaptado de: https://convictoryconfeso.wordpress.com/2016/01/25/15-errores-de-estilo-frecuentes-en-narrativa/

sábado, 17 de octubre de 2020

Every great and original writer...

Every great and original writer, in proportion as he is great and original, must himself create the taste by which he is to be relished.

-William Wordsworth.

jueves, 15 de octubre de 2020

Una Muerte en Glasgow (Cuento Propio)

 Glasgow, Escocia - 2009

    Douglas Richardson murió en un accidente automovilístico tras escapar la policía mientras drogado.

    Rose, su madre, no sabía que pensar, o que sentir, sólo que había perdido la parte más importante de su vida adulta, aunque también la que más resentía. Se sirvió una copa de vino e intentó relajarse. Pensó en poner música, pero el silencio parecía más apropiado. Pensando sobre el protocolo a seguir recordó que debía comunicar al padre, por lo que prendió el teléfono para hacerlo. Sin embargo un mensaje de texto llamó su atención. Era un audio, proveniente de un número desconocido. Decía:

    "Hola. Soy Sarah. No se si me recuerda. Yo fui amiga de su hijo, de Doug. Hace unos años fui a su casa. No creo que me recuerde. Mire, si le soy honesta, no sé muy bien por qué le estoy llamando. Me enteré hace unos minutos que Doug murió, y no puedo dejar de pensar en ello. Doug no era... No sé si debería decirle esto a usted, a su madre, pero hay tanto que tengo que decir respecto a Doug, y usted debe ser la persona que lo entendió mejor. Si usted está en una mala situación emocional (que digo, seguramente lo está), no escuche este mensaje. Mis condolencias y todo eso. Lo siento, soy muy insensible. Perdón. Si quiere no escuche el audio, elimínelo o lo que quiera, pero yo quiero, no, tengo que seguir hablando. Sepa disculparme.

    Lo conocí cuando tenía doce años, en el instituto. Unos chicos dos años mayores jugaban al fútbol, y mis amigas y yo los veíamos desde lejos, imaginándonos con quién saldríamos en una cita. Hablábamos estupideces, como una hace a esa edad. Uno de los chicos nos notó y sonrió, lo que por supuesto nos ruborizó a todas. Al terminar el partido varios chicos se acercaron a conversar. Eran muy simpáticos, pero a mí me gustó uno callado, que sonreía incómodamente y asentía a todo lo que decíamos. Me resultó atractivo.

    Poco a poco, a lo largo de los años, desarrollamos una especie de relación. No éramos novios, nunca lo fuimos, pero tampoco amigos. Siempre había algo subyacente a nuestras conversaciones, una especie de ardor, de picardía. Sé que sueno como una chica tonta, quizá lo era. No lo sé. Cuándo yo tenía catorce él había cumplido diecisiete, y los chicos mayores siempre llaman más la atención a una muchacha pretendiendo ser madura. Cada vez que me reunía con él, en los descansos o fuera del horario escolar mis amigas rumoreaban cosas sobre nuestra relación. Siempre preguntaban si éramos novios, o si nos habíamos besado, o, la que más me ruborizaba, si habíamos tenido sexo. Esto me encantaba. Salir con Douglas me entregaba una reputación por la que previamente habría matado. En aquella época cosas como esta me importaban. El cómo otros te perciben solía ser lo único importante en mi vida social

    Un viernes, al terminar las clases, me pidió conversar con él. Nos sentamos en la escalera del instituto y me contó, con una energía que nunca antes había visto, que a la noche siguiente sus padres no estarían, y que tendría la casa para él solo. Comprendí que me estaba invitando, y una casa sola al anochecer tiene unas connotaciones que incluso a esa edad no se me escapaban. La idea me atraía, y no pensé demasiado antes de aceptar. Recuerdo su sonrisa al escuchar mi respuesta.

    Durante aquella tarde, y la mañana siguiente, me encontré nerviosa. Quizá este sería el día en que perdería mi virginidad, y no sabía cómo sentirme al respecto. Aún así, les mentí a mis padres, contándoles que dormiría en la casa de una amiga, y esperé a que Douglas me recogiera. Durante el viaje lo noté extraño, distinto, más callado. Fue algo incómodo, pero no le presté atención. Le pedí que pusiera la radio que pasaba punk, el género que más me gustaba en el momento. Él lo hizo, y la música me distrajo.

    Cuándo entramos a su hogar lo primero que hizo fue abrir dos latas de cerveza. Me terminé la mía en un trago para impresionarlo. Esto le encantó, lo que me hizo sentir mejor, madura, merecedora de Douglas. Continuamos charlando por varios minutos, tomando dos o tres latas más cada uno, hasta que me pidió subir a su habitación. Fue entonces que comencé a sentirme más nerviosa, más tímida, pero lo simulé lo mejor que podía. Subimos, y tras cruzar la puerta Doug comenzó a besarme. Intenté intenté dejarme llevar. Doug comenzó a desvestirme y a tocarme la entrepierna. Yo, asustada, intenté alejarme de él, quise decirle que esperara un poco, pero me agarró del brazo con firmeza, atrapándome y... y tocándome en todo el cuerpo. Intentó desvestirme. Yo estaba asustada. Le dije basta, y no me escuchó. Luego le grité, y me volvió a ignorar. Tomé mi ropa y salí corriendo. Por suerte las puertas se encontraban abiertas, y corrí sin comprobar que me siguiera. Creo que estaba llorando.

    Tras correr media cuadra él me alcanzó, me agarró del hombro y me empujó hacia el piso. Cuando intenté levantarme me golpeó en la cara. Yo me mantuve a sus pies. Él comenzó a gritarme cosas que no me gustaría repetir.

    Entonces llegó usted. No recuerdo que hizo. Me sentía muy dolida, muy traumatizada para prestar atención, pero sé que le gritó y recriminó lo que me hizo. Una de las cosas que creo haber registrado fue: "Tu abuelo estaría avergonzado de saber lo poco hombre que eres." Recuerdo esto porque él me había hablado de su abuelo, un héroe de una de esas guerras de las que nos enseñan en el colegio. Lo recuerdo porque sé que le debe haber dolido.

    Para cuando usted me ayudó a levantarme Douglas ya se había desvanecido. Usted me llevó a su auto, me ayudó a vestirme y a calmarme. Creo que durante los primeros minutos no me dijo nada, sólo me ayudó en silencio. Tras un tiempo me dio una botella de agua, y me preguntó si fumaba. Yo no le respondí, y me dejó el cigarrillo y el encendedor en la guantera. Usted salió del auto y me dejó sola. Yo comencé a fumar, pues estaba muy alterada, y tardé varios minutos en darme cuenta de que no debería estar fumando a puertas cerradas, pero no tenía las fuerzas para salir del auto, y estaba muy avergonzada para disculparme. En retrospectiva esto me da un poco de gracia. Supongo que tras tanto tiempo se merece una disculpa. Perdón por haber fumado dentro de su auto. Tras la muerte de su hijo poco le importa, pero bueno...

    Sé que me preguntó qué le había dicho a mis padres, y que cuando se lo conté me dejó dormir en su auto. Recuerdo que me dio un libro, creo que de Agatha Christie. Me costó tanto dormir que me lo terminé aquella noche. Fue un lindo detalle, el libro. Mientras leía escuché gritos que venían de su casa, entre usted y su hijo. Cansada, intenté no pensar en ello; seguía bastante asustada. Al día siguiente él se había ido, y usted me ayudó a bañarme en su hogar, y comimos desayuno juntas. Luego me llevó a la casa de mis padres. No hablamos en todo el día, más allá de una cuantas palabras cordiales. No recuerdo si le dije gracias. En todo caso, ahora me gustaría agradecerle. Me ayudó mucho esa noche. Lamento, si ha escuchado todo este tiempo, mi tedioso monólogo. Espero que no le haya resultado tan insufrible. Espero también que Douglas haya mejorado, antes de morir. Honestamente lo dudo.

    Siento haberle molestado con mis tragedias, la suya ya es bastante grande. En todo caso, reitero: gracias por todo. Adiós."

    Tras pensarlo un poco, Rose decidió responder con el siguiente mensaje:

    "Sarah, eres una heroína, y él era una alimaña. Espero que con su muerte puedas abandonar una tan trágica experiencia."

    No recibió respuesta.


    En los días venideros Rose tomó licencia y viajó a Glasgow, donde enterraría a su hijo. Durante ese tiempo se encargó de los asuntos legales, se aseguró de notificar a cualquier persona con potencial interés de asistir al funeral, incluyendo, un poco a su pesar, a los amigos de Doug. Organizó el evento con eficiencia; duraría sólo dos horas, no tendría ningún aspecto religioso, y consistiría sólo en Rose y un asistente encargándose de los invitados, un reflexión ante el entierro, oportunidad para hablar del difunto y una despedida. El proceso le pareció incómodo, suponía que por la carencia de aflicción alguna. El entierro sería aún peor, por lo que prefería evitarse largas conversaciones filosóficas con familiares que apenas reconocía, o sollozos teatrales y exagerados para conseguir atención y simpatía. Nadie amaba a Doug.No realmente. Y no dejaría que nadie pretendiera lo contrario. Aquél funeral se ejecutaría por el poco respeto que sentía hacia él; por nada más.

    Tras dos días en la ciudad sólo restaba un trámite: escribir el tributo que abriría el funeral, y la reflexión que lo cerraría. Rose suspiró. Resentía el verse forzada a darle significado, y aún peor, un significado positivo, a la muerte de una persona tan desagradable. Si reconocía los errores de su hijo el público lo tomaría como una falta de consideración (De mortuis nil nisi bonum, a los muertos sólo se los debe elogiar), pero si las ignoraba se vería percibida como deshonesta. La mentira y pretensión moral le daba arcadas. Además, cómo puede uno dar inicio y luego conclusión a una muerte. No hay ningún significado, ninguna narrativa; un joven estúpido y violento actuó de manera irresponsable y pagó las consecuencias con su vida. Esa era la verdad, pero no se siente armoniosa, ni digna. Mientras más reflexionaba sobre su situación más poco merecedora parecía de una reflexión. Nada presente en la muerte de su hijo presentaba problemas a solucionar, o temas a discutir, o sentido para extraer. ¿Cuál era el punto de mentir? No era una tragedia, era lo esperable, y quizá, entre las alternativas, el mejor incluso el mejor resultado. Pero no podía decir eso. No podía decir nada de lo que estaba pensando. Quizá podría pretender ser una madre traumatizada, y pasar las dos horas en silencio. Hasta ahora parecía la mejor opción.

    Una distracción vino a salvarla: su esposo. Lo invitó a sentarse en el salón de la pequeña casa que había alquilado por la semana. Preparó té y le sirvió. El hombre olía a cerveza, y vestía con unos jeans viejos, rotos del uso, y una camisa descolorida. Profundas ojeras y una barba descuidada completaban la imagen de un miserable confrontando una ruina económica y una crisis emocional simultáneamente. Se lo veía verdaderamente triste, impactado por la noticia. Aunque ya conocía la trampa Rose no podía evitar, al verlo, sentir lástima por él.

    “Cómo te vienes sintiendo.” Preguntó ella.

    “No lo sé.” Contestó. “Es extraño. Todo esto es extraño. Yo mismo me volví un extraño, para él, para Doug, y para mí mismo. Soy un extraño. Además, no sabes cuánto lo extraño.” Rose sonrió, pero al notar la mirada confundida de su esposo intentó parecer solemne.

    “Sí. A mí también me sucede, sí.” Dijo. Notó que el tono de su voz había cambiado, se había vuelto más profundo, pero también más artificial. El intentar engañar a su esposo sobre el impacto de la muerte de su hijo ya era suficientemente absurdo, pero fracasar en ello se sentía humillante.

    Él continuó como si no lo hubiera notado:

    “Nuestra relación siempre tuvo momentos buenos y malos, y lamentablemente siempre nos inclinamos a recordar los malos. Cuando me enteré de lo que sucedió llevaba meses sin hablar con él. Bueno, eso es mentira, me pidió dinero dos o tres veces, pero me entiendes. Me gustaría haber echo las paces. Ahora un sentimiento de culpa me carcome por dentro.”

    “¿Que le habrías dicho?” Preguntó Rose con una cara de interés que casi resultaba convincente.

    “Bueno... Este... No lo sé. Supongo que le habría perdonado." Rose casi se ahoga.

    "¿Lo hubieras perdonado?" Dijo.

    "Sí. Le hubiera dicho que a pesar de todo lo que me hizo, que aún así lo considero mi hijo, y que quiero verlo crecer junto a mí."

    Tras unos segundos de silencio, Rose dijo: "¿Recuerdas el cumpleaños número 10 de Doug?"

    "No, creo que estaba en un viaje de negocios."

    "¿Recuerdas el número 20?" Él volvió a negar. "¿Y cuál fue tu cumpleaños favorito de Doug?"

    Tras pensarlo por alrededor de un minuto, su esposo respondió: "La pasamos muy bien cuando fuimos a Disneyland." "Ese fue un cumpleaños tuyo. Y fuiste con una novia, no con Doug." "Oh... Es cierto. ¿Fui con Michaela?"

    "Creo que fue con Katherine."

    "¿Estás segura de que no fuimos juntos nosotros dos?"

    "Lo estoy."

    Él asintió y tomó un sorbo de su té.

    Durante el resto de la reunión la pasaron firmando papeles y resolviendo detalles del funeral. Para su sorpresa el hombre que pasó su vida tan distanciado de su familia se demostraba interesado y predispuesto a pagar los costos de la muerte de su hijo. Parecía, aunque no se hubiera dado cuenta, haber renacido como un padre que siente el deber de responsabilizarse por sus acciones pasadas. Si no hubiera olido a pescado podrido este cambio le hubiera resultado conmovedor.

    Tras una o dos horas se fue, y Rose quedó sola en una casa desconocida, con una bebida fría y una reflexión a escribir. Respecto a esta tarea se sentía tan desmotivada como indiferente. Cansada, se rindió al destino. "Que lo que tenga que suceder suceda. A este punto ya poco me importa." Pensó antes de irse a dormir.


    Nadie la familia asistió al funeral. Ni los abuelos, ni los primos, ni siquiera el padre. Rose recordó, con ironía, que creía que el resto de la familia se enfadarían con ella si era irrespetuosa ante el muerto. No debería ni haberse molestado en o una ceremonia. Al menos los amigos de Douglas, algunos de los cuales lo acompañaban en el vehículo que lo mató, si asistieron. En total eran ella misma, seis chicos y tres chicas, todos veintiañeros. Se los notaba claramente incómodos, pero al menos se comportaban con educación. Saludaban, daban sus pésames y dejaban flores en la tumba. Era cierto que muchas eran de plástico, y había notado a una pareja robar rosas de una tumba vecina, pero al menos era un lindo detalle. Los hombres iban de traje, los cuales contrastaban simpáticamente con los tatuajes de prostitutas que llevaban en el cuello, y las mujeres vestidos negros, con velos que ocultaban el inapropiadamente exagerado maquillaje gótico. Al reflexionar, casi que prefería aquella situación, pues aquí no se vislumbraba la posibilidad de hipocresía. Las únicas personas que respetaba el estilo de vida de Douglas eran jóvenes drogadictos, por lo tanto eran los únicos a quienes su muerte causaría un impacto. Un funeral con jóvenes así creaba una pesadez agradablemente ligera, incapaz de deprimir a una cuarentona como Rose; ella necesitaba algo mucho peor para arruinar su día.

    Un grupo de dos muchachos y una chica adolescente se le acercaron.

    "Hola, señora." Dijo uno. "Mis condolencias."

    "Mis condolencias." Repitieron los otros dos.

    El primero continuó:

    "Nos preguntábamos si necesitaba algo, en temas de organización. Queremos ayudar en todo lo posible."

    "Oh, no se preocupen." Contestó Rose. "No parece que vaya a asistir ningún otro familiar, y yo no tengo las energías, o, si soy sincera, las ganas de intentar que esto sea más ceremonioso de lo que necesita serlo. Creo que en unos minutos voy a agradecer a quienes vinieron y terminar con el funeral."

    Uno de los chicos reaccionó confundido, diciendo:

    "Pensábamos que este horario era sólo para amigos, y más tarde vendría la familia."

    Rose sonrió cabizbaja; los tres comprendieron el mensaje. Los chicos comenzaron a retirarse, pero la chica se mantuvo en su lugar.

    "¿Todo bien, querida?" Preguntó Rose.

    La muchacha contestó:

    "No lo sé. Todo esto parece... muy poco. Una vida se perdió trágicamente, pero tratamos el evento como si fuera insignificante. ¿Fue todo una pérdida de tiempo?" Miró a Rose con los ojos de un cachorro atropellado, Ella se sintió petrificada. Quería terminar con su sufrimiento, pero no se atrevía a hacerlo. Los chicos, también, se quedaron callados. "¿Fumás?" Preguntó Rose. La chica asintió, y le pasó un cigarrillo. Fumaron por un rato, hasta que un organizador les dijo que, debido a que muchos de los muertos en el cementerio eran víctimas del cáncer de pulmón, podrían haber "ciertas personas" que lo considerarían irrespetuoso. Continuaron en la calle. Pasaron veinte o treinta minutos, tras los cuales la chica le agradeció y se fue. Cuando Rose volvió al cementerio ya no quedaba nadie. A lo lejos, a unos cincuenta metros, conseguía ver a su marido, con una botella de vodka en la mano, arrodillado lloriqueando ante un tumba. Esta por cierto, estaba lejos de ser la de su hijo. Decidió que era mejor no molestarlo.

    Volvió a salir, prendiendo otro cigarrillo, pensando en que, si tenía suerte y sentido común, aquella sería la última vez que pisaría la tumba del qurido Dogulas. Esto era cruel, y por primera vez desde enterarse de la noticia sintió algo de culpa. Quizá no debería haberla sentido, pero allí estaba, irritando su brújula moral.

    En casa se preparó un té de durazno. Era un día frío, y la bebida la confortó. Ya cansada de pensar en la muerte, en familiares, en la ausencia de familiares, y de responsabilidad como madre o como hijo o como padre o como amigo, prendió la televisión para ver una película.

    Llegó en la última media hora, encontrándose con un grupo de hombres en coloridos disfraces luchando contra un gordo villano. Él disparó un arma contra el protagonista, pero un muchacho vestido con colores similares se interpuso ante éste y la bala, recibiendo el impacto. Cuándo consiguieron derrotar al malo la triste música indicaba que era el momento de la escena trágica. El protagonista lloraba la muerte de su amigo, dando un largo discurso sobre cómo ayudó a salvar el mundo o algo similar, pero para entonces Rose ya se había quedado dormida.

-Nehuén Faggiano Becker.

Córdoba, Argentina. 2020.

miércoles, 14 de octubre de 2020

Paul B. Preciado

    No les traigo ninguna noticia de los márgenes. Les traigo noticias del cruce, que no es ni el reino de dios ni la cloaca, sino todo lo contrario. No se asusten, no se exciten. No vine a explicarles nada morboso. No vine a contarles qué es un transexual, ni cómo se cambia de sexo, ni lo bien o lo mal que se pasa durante la transición. Porque nada de eso sería cierto o no más cierto que es cierta la luz de la tarde cuando el sol cae sobre algún lugar del planeta Tierra dependiendo de desde dónde se mire. O que es cierta la órbita lenta y amarilla que describe Urano cuando gira. No les diré qué pasa con la testosterona, ni qué ocurre con mi cuerpo. Tómense la molestia de administrarse ustedes mismos las dosis de conocimiento que les sean necesarias y que su gusto por el riesgo les permita.

    No vine a nada de eso. No sé a lo que vine, como decía mi madre indígena Pedro Lemebel, pero estoy aquí. En este apartamento de Urano que da sobre los jardines de Roma. Y me voy a quedar un rato. En el cruce. Porque es el único sitio que existe, lo sepan o no. No existe ninguna de las dos orillas. Estamos todos en el cruce. Y es desde el cruce desde donde les hablo, como el monstruo que ha aprendido el lenguaje de los hombres.

    Ya no necesito, como Ulrichs, afirmar que soy un alma de hombre encerrado en un cuerpo femenino. No tengo alma, ni tengo cuerpo. Soy el cosmos. Tengo un apartamento en Urano, lo que sin duda me sitúa lejos de la mayoría de los terrícolas, pero no tan lejos como para que cualquiera de ustedes no pueda viajar allí. Los espero. Aunque sea en sueños.

-Paul B. Preciado, de la introducción al libro Un Apartamento en Urano

martes, 13 de octubre de 2020

Si muero pronto, de Fernando Pessoa

 Si muero pronto     (**)


Si muero pronto,
Sin poder publicar ningún libro,
Sin ver la cara que tienen mis versos en letras de molde,
Ruego, si se afligen a causa de esto,
Que no se aflijan.
Si ocurre, era lo justo.

Aunque nadie imprima mis versos,
Si fueron bellos, tendrán hermosura.
Y si son bellos, serán publicados:
Las raíces viven soterradas
Pero las flores al aire libre y a la vista.
Así tiene que ser y nadie ha de impedirlo.
Si muero pronto, oigan esto:
No fui sino un niño que jugaba.
Fui idólatra como el sol y el agua,
Una religión que sólo los hombres ignoran.
Fui feliz porque no pedía nada
Ni nada busqué.
Y no encontré nada
Salvo que la palabra explicación no explica nada.

Mi deseo fue estar al sol o bajo la lluvia.
Al sol cuando había sol,
Cuando llovía bajo la lluvia
(Y nunca de otro modo),
Sentir calor y frío y viento
Y no ir más lejos.

Quise una vez, pensé que me amarían.
No me quisieron.
La única razón del desamor:
Así tenía que ser.

Me consolé en el sol y en la lluvia.

Me senté otra vez a la puerta de mi casa.
El campo, al fin de cuentas, no es tan verde
Para los que son amados como para los que no lo son:
Sentir es distraerse.

(**) De heterónimo Alberto Caeiros

Versión de Octavio Paz

Fuente: http://amediavoz.com/pessoa.htm


viernes, 9 de octubre de 2020

Stewart Lee

 In the book you say how easy it was to manipulate your audience to boo Ben Elton “and yet we still wonder how Hitler succeeded”. What's the gap between stand-up and tyrant?

    One of the things that I don't like about stadium comedy shows is that they seem like rallies. I feel uncomfortable with anything where everyone agrees with what's happening; it makes me feel like something's not right. The purpose of those mass events is to get everyone facing the same way, whereas I like to divide opinion in the room. I find it really interesting to have people reacting in different ways at the same time, but that's the opposite of what you're supposed to do in stand-up.

    The problem I have, and it's a luxurious one to have, is that now more of the people that come and see me know what they're coming to, so it's harder to contrive a situation whereby the room is divided. Luckily, I've had so many good reviews for this tour in the mainstream press that a lot of people who won't really like me are coming by mistake, which makes for a more interesting night.

    Adding an interval has been interesting. What normally happens is that the first half is a struggle and there are real pockets of resistance. But then they all go and have a chat at half time and when they come back in, they've decided that I must know what I'm doing and enjoy it.

    I enjoy the feeling of panic in the room and there not being a uniform reaction to a thing. It's in a lot of things that I like. You know the band, The Fall? When I'm watching them, I often feel that I hate them, and then something will happen and I think it's brilliant. I can go in a second from thinking it's interminable to absolutely captivating. Same with a lot of free jazz: it's irritating and then it's sublime, stupid and then brilliant. And a lot of old folk music can seem cloyingly sentimental, but then suddenly really get to you.

    I hate being led by the hand. Like in Peter Jackson's remake of King Kong, for example. When he falls off the building at the end, this sentimental music accompanies it, telling you that the death of King Kong is sad. In the original film, there's no manipulative music. And I remember, as a child, as all audiences watching that film must have done, being surprised by feeling sympathetic towards the ape. But now we're not allowed to decide for ourselves what we think. Everything is lit or underscored by music or framed in such a way as to tell you what you're supposed to think.

    I like to unpick all that. When I say things on stage, it's not always clear if it's a joke or if I'm serious. I like the idea that you're offering things up for their consideration, and then it's up to them what they make of it.

Fuente: http://www.mustardweb.org/stewartlee/

viernes, 2 de octubre de 2020

jueves, 24 de septiembre de 2020

Hannah Arendt

 "Storytelling reveals meaning without committing the error of defining it."

-Hannah Arendt

Judith Butler

 Alona FerberThreats of violence and abuse would seem to take these “anti-intellectual times” to an extreme. What do you have to say about violent or abusive language used online against people like JK Rowling?
Judith Butler: I am against online abuse of all kinds. I confess to being perplexed by the fact that you point out the abuse levelled against JK Rowling, but you do not cite the abuse against trans people and their allies that happens online and in person. I disagree with JK Rowling's view on trans people, but I do not think she should suffer harassment and threats. Let us also remember, though, the threats against trans people in places like Brazil, the harassment of trans people in the streets and on the job in places like Poland and Romania – or indeed right here in the US. So if we are going to object to harassment and threats, as we surely should, we should also make sure we have a large picture of where that is happening, who is most profoundly affected, and whether it is tolerated by those who should be opposing it. It won’t do to say that threats against some people are tolerable but against others are intolerable.

domingo, 20 de septiembre de 2020

Our tragedy today...

 Our tragedy today is a general and universal physical fear so long sustained by now that we can even bear it. There are no longer problems of the spirit. There is only the question: When will I be blown up? Because of this, the young man or woman writing today has forgotten the problems of the human heart in conflict with itself which alone can make good writing because only that is worth writing about, worth the agony and the sweat. -William Faulkner

https://www.nobelprize.org/prizes/literature/1949/faulkner/speech/

It was the usual Ankh-Morpork mob in times of crisis...

 "The streets outside the Patrician’s palace were thronged. There was a manic air of carnival. Vimes

ran a practiced eye over the assortment before him. It was the usual Ankh-Morpork mob in times of

crisis; half of them were here to complain, a quarter of them were here to watch the other half, and the

remainder were here to rob, importune or sell hot-dogs to the rest."

-Terry Pratchett, en Guards! Guards!

viernes, 18 de septiembre de 2020

Only in our dreams...

 Only in our dreams are we free. The rest of the time we need wages.

-Terry Pratchett

El Calamar Opta por su Tinta, de Adolfo Bioy Casares

 Más ocurrió en este pueblo en los últimos días que en el resto de su historia. Para medir como corresponde mi palabra recuerden ustedes que hablo de uno de los pueblos viejos de la provincia, de uno en cuya vida abundan los hechos notables: la fundación, en pleno siglo XIX; algo después el cólera —un brote que felizmente no llegó a mayores— y el peligro del malón, que si bien no se concretaría nunca, mantuvo a la gente en jaque a lo largo de un lustro en que partidos limítrofes conocieron la tribulación por el indio. Dejando atrás la época heroica, pasaré por alto tantas otras visitas de gobernadores, diputados, candidatos de toda laya, amén de cómicos y uno o dos gigantes del deporte. Para morderme la cola concluiré esta breve lista con la fiesta del Centenario de la Fundación, genuino torneo de oratoria y homenajes.

Como he de comunicar un hecho de primer orden, presento mis credenciales al lector. De espíritu amplio e ideas avanzadas, devoro cuanto libro atrapo en la librería de mi amigo el gallego Villarroel, desde el doctor Jung hasta Hugo, Walter Scott y Goldoni, sin olvidar el último tomito de Escenas matritenses.

Mi meta es la cultura, pero bordeo los «malditos treinta años» y de veras temo que me quede por aprender más de lo que sé. En resumen, procuro seguir el movimiento e inculcar las luces entre los vecinos, todos bellas personas, platita labrada, eso sí muy afectos a la siesta que hereditariamente acunan desde la edad media y el oscurantismo. Soy docente —maestro de escuela— y periodista. Ejerzo la cátedra de la péndola en modestos órganos locales, ora factorum de El Mirasol (título mal elegido, que provoca pullas y atrae una enormidad de correspondencia errónea, pues nos toma por tribuna cerealista), ora de Nueva Patria.

El tema de esta crónica ofrece una particularidad que no quiero omitir: no sólo ocurrió el hecho en mi pueblo; ocurrió en la manzana donde transcurre mi vida entera, donde se halla mi hogar, mi escuelita —segundo hogar— y el bar de un hotel frente a la estación, al cual acudimos noche a noche, en altas horas, el núcleo con inquietud de la juventud lugareña. El epicentro del fenómeno, el foco si prefieren, fue el corralón de Juan Camargo, cuyos fondos lindan por el costado este con el hotel y por el norte con el patio de casa. Un par de circunstancias, que no cualquiera vincularía, lo anunciaron: me refiero al pedido de los libros y al retiro del molinete de riego.

Las Margaritas, el petit-hôtel particular de don Juan, verdadero chalet provisto de florido jardín a la calle, ocupa la mitad del frente y apenas parte del fondo del terreno del corralón, donde se amontonan incalculables materiales, como reliquias de buques en el fondo del mar. En cuanto al molinete, giró siempre en el apuntado jardín, al extremo de configurar una de las más viejas tradiciones y una de las más interesantes peculiaridades de nuestro pueblo.

Un día domingo, a principios de mes, misteriosamente el molinete faltó. Como al cabo de la semana no había reaparecido, el jardín perdió color y brillo. Mientras muchos miraron sin ver, hubo uno a quien la curiosidad embargó desde el primer momento. Ese uno infestó a otros, y a la noche, en el bar, frente a la estación, la muchachada bullía de preguntas y comentarios. De tal modo, al calor de una comezón ingenua, natural, destapamos algo que tenia poco de natural y resultó una sorpresa.

Bien sabíamos que don Juan no era hombre de cortar el agua del jardín, por descuido, un verano seco. Por de pronto lo reputamos pilar del pueblo. Con fidelidad la estampa retrata el carácter de nuestro cincuentón: elevada estatura, porte corpulento, cabello cano peinado en dóciles mitades, cuyas ondas dibujan arcos paralelos a los del bigote y a los inferiores de la cadena del reloj. Otros detalles revelan al caballero chapado a la antigua: breeches, polainas de cuero, botín. En su vida, regida por la moderación y el orden, nadie, que yo recuerde, computó una debilidad, llámela borrachera, mujerzuela o traspié político. En un ayer que de buen grado olvidaríamos —¿quién de nosotros, en materia de infamia, no arrojó su canita al aire?— don Juan se mantuvo limpio. Por algo le reconocieron autoridad los mismos interventores de la Cooperativa, etcétera, gente muy poco espectable, francamente pelandrunes. Por algo en años ingratos aquel bigotazo constituyó el manubrio del que la familia sana del pueblo se mantuvo colgada.

Obligatorio es reconocer que este varón señero milita ideas de viejo cuño y que nuestras filas, de suyo idealistas, hasta ahora no produjeron prohombres de temple comparable. En un país nuevo, las ideas nuevas carecen de tradición. Ya se sabe, sin tradición no hay estabilidad.

Por arriba de esta figura, nuestra jerarquía ad usum no pone a nadie, salvo a doña Remedios, madre y consejera única de tan abultado hijo. Entre nosotros, no sólo porque manu militari arregla cuanto conflicto le someten o no, la llamamos Remedio Heroico. Aunque burlesco, el mote es cariñoso.

Para completar el cuadro de quienes viven en el chalet, ya no falta sino un apéndice indudablemente menor, el ahijado, don Tadeíto, alumno del turno de la noche de mi escuela. Como doña Remedios y don Juan no toleran casi nunca extraños en la casa, ni en calidad de colaboradores ni de invitados, el muchacho reúne sobre la testa los títulos de peón y dependiente del corralón y de sirvientillo de Las Margaritas. Agreguen a lo anterior que el pobre diablo acude regularmente a mis clases y comprenderán por qué respondo con cajas destempladas a cuantos, por pifia y maldad pura, le endosan el sonsonete de un apodo. Que olímpicamente lo rechazaran del servicio militar me tiene sin cuidado, porque de envidioso no peco.

El domingo en cuestión, a una hora que se me extravió entre las dos y las cuatro de la tarde, llamaron a mi puerta, con el deliberado afán, a juzgar por los golpes, de voltearla. Tambaleando me incorporé, murmuré: «No es otro», proferí palabras que no están bien en boca de un maestro y como si esta no fuera época de visitas desagradables abrí, seguro de encontrar a don Tadeíto. Tuve razón. Ahí sonreía el alumno, con la cara tan flacucha que ni siquiera servía de pantalla contra el sol, de lleno en mis ojos. A lo que entendí solicitaba a boca de jarro y con esa voz que de pronto se ahuyenta, textos de primer grado, segundo y tercero. Irritadamente inquirí:

—¿Podrías informar para qué?

—Pide padrino —contestó.

En el acto entregué los libros y olvidé el episodio como si fuera parte de un sueño.

Horas después, cuando me dirigía a la estación y alargaba el camino con una vuelta para matar el tiempo, advertí en Las Margaritas la falta del molinete. La comenté en el andén, mientras esperábamos el expreso de Plaza de las 19.30 que llegó a las 20.54, y la comenté a la noche, en el bar. No me referí al pedido de textos, ni menos aún vinculé un hecho con otro, porque al primero, ya dije, lo registré apenas en la memoria.

Supuse que tras un día tan movido retomaríamos el tranco habitual. El lunes, a la hora de la siesta, alborozadamente me dije: «Esta va de veras», pero todavía cosquilleaba el fleco del poncho la nariz, cuando empezó el estruendo. Murmurando: «Y hoy qué le ha dado. Si lo pesco a las patadas en la puerta pagará lágrimas de sangre», enfilé las alpargatas y me encaminé al zaguán.

—¿Ya es una costumbre interrumpir a tu maestro? —espeté al recibir de vuelta la pila de libros.

La sorpresa me confundió enteramente, porque oí por toda conversación:

—Pide padrino los de tercero, cuarto y quinto.

Logré articular:

—¿Para qué?

—Pide padrino —explicó don Tadeíto.

Entregué los libros y volví al lecho, en pos del sueño. Admito que dormí, pero lo hice, ruego que me crean, en el aire.

Luego, camino de la estación, comprobé que el molinete no había retomado su puesto y que el tono amarillo se difundía en el jardín. Conjeturé, por lógica, despropósitos y en pleno andén, mientras el físico se lucía ante frívolas bandadas de señoritas, la mente aún trabajaba en la interpretación del misterio.

Mirando la luna, enorme allá por el cielo, uno de nosotros, creo que Di Pinto, entregado siempre a la quimera romántica de quedar como hombre de campo (¡por favor, ante los amigos de toda la vida!), comentó:

—La luna se hizo de seca. No atribuyamos, pues, a un pronóstico de lluvia el retiro de un artefacto. ¡Su móvil habrá tenido nuestro don Juan!

Badaracco, mozo despierto, que presenta un lunar, porque en otra época, aparte del sueldo bancario, cobraba un tanto por delación, me preguntó:

—¿Por qué no apestillas al respecto al taradito?

—¿A quién? —interrogué por decoro.

—A tu alumno —respondió.

Aprobé el temperamento y lo apliqué esa misma noche, después de clase. Traté de marear primero a don Tadeíto con la perogrullada de que la lluvia entona al vegetal, para atacar por fin a fondo. El diálogo fue como sigue:

—¿Se descompaginó el molinete?

—No.

—No lo veo en el jardín.

—¿Cómo lo va a ver?

—¿Por qué cómo lo voy a ver?

—Porque está regando el depósito.

Aclaro que entre nosotros llamamos depósito a la última barraca del corralón, donde don Juan amontona los materiales de poca venta, por ejemplo, estrafalarias estufas y estatuas, monolitos y malacates.

Urgido por el deseo de notificar a los muchachos de la novedad sobre el molinete, ya despachaba a mi alumno sin interrogarlo sobre el otro punto. Recordar y chillar fue todo uno. Desde el zaguán don Tadeíto me miró con ojos de oveja.

—¿Qué hace don Juan con los textos? —grité.

—Y… —gritó de vuelta— los deposita en el depósito.

Alelado corrí al hotel, ante mis comunicaciones, tal como lo preví, cundió la perplejidad entre la juventud. Todos formulamos alguna opinión, pues el buen callar en aquel momento era un bochorno, y por fortuna nadie prestó oídos a nadie. O quizá prestara oídos el patrón, el enorme don Pomponio del vientre hidrópico, a quien los del grupo a gatas distinguimos de las columnas, mesas y vajilla, porque la soberbia del intelecto nos ofusca. La voz de bronce, apagada por ríos de ginebra, de don Pomponio, llamó al orden. Siete caras miraron para arriba y catorce ojos quedaron pendientes de una sola cara roja y brillante, que se partía en la boca, para inquirir:

—¿Por qué no se dan traslado en comitiva y piden explicación a don Juan en persona?

El sarcasmo despabiló a uno, de apellido Aldini, que estudia por correspondencia y lleva corbata blanca. Enarcando cejas me dijo:

—¿Por qué no ordenas a tu alumno que espíe las conversaciones entre doña Remedios y don Juan? Después le aplicas la picana.

—¿Qué picana?

—Tu autoridad de maestro ciruela —aclaró con odio.

—¿Don Tadeíto tiene memoria? —preguntó Badaracco.

—Tiene —afirmé—. Lo que entra en su caletre, por un rato queda fotografiado.

—Don Juan —continuó Aldini— para todo se aconseja de doña Remedios.

—Ante un testigo como el ahijado —declaró Di Pinto— hablarán con entera libertad.

—Si hay misterio, saldrá a relucir —vaticinó Toledo.

Chazarreta, que trabajaba de ayudante en la feria, gruñó:

—Si no hay misterio ¿qué hay?

Como el diálogo se desencaminaba, Badaracco, famoso por la ecuanimidad, contuvo a los polemistas.

—Muchachos —los reconvino—, no están en edad de malgastar energías.

Para tener la última palabra, Toledo repitió:

—Si hay misterio, saldrá a relucir.

Salió a relucir, pero no sin que antes giraran días enteros.

A la otra siesta, cuando me hundía en el sueño, resonaron, cómo no, los golpes. A juzgar por las palpitaciones, resonaron a un tiempo en la puerta y en mi corazón. Don Tadeíto traía los libros de la víspera y reclamaba los de primer año, segundo y tercero, del ciclo secundario. Porque el texto superior escapa a mi órbita, hubo que comparecer en el negocio de librería de Villarroel, a vivo golpe en la puerta despertar al gallego y aplacarlo posteriormente con la satisfacción de que don Juan reclamaba los libros. Como era de temer, el gallego preguntó:

—¿Qué mosca picó al tío ese? En la perra vida compró un libro y a la vejez viruela. Va de suyo que el muy chulo los pide en préstamo.

—No lo tome a la tremenda, gallego —le razoné con palmaditas—. Por lo amargado parece criollo.

Referí los pedidos previos de textos primarios y mantuve la más estricta reserva en cuanto al molinete, de cuya desaparición, según él mismo me dio a entender, estaba perfectamente compenetrado. Con los libracos debajo del brazo, agregué:

—A la noche nos reunimos en el bar del hotel para debatir todo esto. Si quiere aportar su grano de arena, allá nos encuentra.

En el trayecto de ida y vuelta no vimos un alma, salvo al perro barcino del carnicero, que debía de estar de nuevo empachado, porque en sus cabales ni el más humilde irracional se expone a la resolana de las dos de la tarde.

Adoctriné al discípulo para que me reportara verbatim de las conversaciones entre don Juan y doña Remedios. Por algo afirman que en el pecado está el castigo. Esa misma noche emprendí una tortura que, en mi gula de curioso, no había previsto: escuchar aquellos coloquios puntualmente comunicados, interminables y de lo más insulsos. De cuando en cuando llegó a la punta de mi lengua alguna ironía cruel sobre que me tenían sin cuidado las opiniones de doña Remedios acerca de la última partida de jabón amarillo y la franeleta para el reuma de don Juan; pero me refrené, pues ¿cómo delegar en el criterio del mozo la estimación de lo que era importante o no?

Por descontado que al otro día me interrumpió la siesta con los libros en devolución para Villarroel. Ahí se produjo la primera novedad: don Juan, dijo don Tadeíto, ya no quería textos; quería diarios viejos, que él debía procurar al kilo, en la mercería, la carnicería y la panadería. A su debido tiempo me enteré de que los diarios, como antes los libros, iban a parar al depósito.

Después hubo un período en que no ocurrió nada. El alma no tiene arreglo: eché de menos los mismos golpes que antes me arrancaban de la siesta. Quería que pasara algo, bueno o malo. Habituado a la vida intensa, ya no me resignaba a la pachorra. Por fin una noche el alumno, tras un prolijo inventario de los efectos de la sal y otras materias nutritivas en el organismo de doña Remedios, sin la más leve alteración de tono que preparara para un cambio de tema, recitó:

—Padrino dijo a doña Remedios que tienen una visita viviendo en el depósito y que por poco no se la lleva por delante los otros días, porque miraba a una especie de columpio de parque de diversiones al que no había dado entrada en los libros y que él no perdió el aplomo aunque el estado de la misma daba lástima y le recordaba un bagre boqueando fuera de la laguna. Dijo que atinó a traer un balde lleno de agua, porque sin pensarlo comprendió que le pedían agua y él no iba a permitir cruzado de brazos que un semejante muriera. No obtuvo resultado apreciable y prefirió acercar un bebedero a tocar la visita. Llenó el bebedero a baldazos y no obtuvo resultado apreciable. De pronto se acordó del molinete y como el médico de cabecera que prueba, dijo, a tientas los remedios para salvar a un moribundo, corrió a buscar el molinete y lo conectó. A ojos vista el resultado fue apreciable porque el moribundo revivió como si le cayera de lo más bien respirar el aire mojado. Padrino dijo que perdió un rato con su visita, porque le preguntó como pudo si necesitaba algo y que la visita era francamente avispada y al cabo de un cuartito de hora ya picoteaba por acá y por allá alguna palabra en castilla y le pedía los rudimentos para instruirse. Padrino dijo que mandó al ahijado a pedir los textos de los primeros grados al maestro. Como la visita era francamente avispada aprendió todos los grados en dos días y en uno lo que tuvo ganas del bachillerato. Después, dijo padrino, se puso a leer los diarios para enterarse de cómo andaba el mundo.

Aventuré la pregunta:

—¿La conversación fue hoy?

—Y, claro —contestó—, mientras tomaban el café.

—¿Dijo algo más tu padrino?

—Y, claro, pero no me acuerdo.

—¿Cómo no me acuerdo? —protesté airadamente.

—Y, usted me interrumpió —explicó el alumno.

—Te doy la razón. Pero no me vas a dejar así —argumenté—, muerto de curiosidad. A ver, un esfuerzo.

—Y, usted me interrumpió.

—Ya sé. Te interrumpí. Yo tengo toda la culpa.

—Toda la culpa —repitió.

—Don Tadeíto es bueno. No va a dejar así al maestro, en la mitad de la charla, para seguir mañana o nunca.

Con honda pena repitió:

—O nunca.

Yo estaba contrariado, como si me sustrajeran una ganancia de gran valor. No sé por qué reflexioné que nuestro diálogo consistía en repeticiones y de repente entreví en eso mismo una esperanza. Repetí la última frase del relato de don Tadeíto:

—Leyó los diarios para enterarse de cómo andaba el mundo.

Mi alumno continuó indiferentemente:

—Dijo padrino que la visita quedó pasmada al enterarse de que el gobierno de este mundo no estaba en manos de gente de lo mejorcito, sino más bien de medias cucharas, cuando no de pelafustanes. Que tal morralla tuviera a su arbitrio la bomba atómica, dijo la visita, era de alquilar balcones. Que si la tuviera a su arbitrio la gente de lo mejorcito, acabaría por tirarla, porque está visto que si alguien la tiene, la tira; pero que la tuviera esa morralla no era serio. Dijo que en otros mundos antes de ahora descubrieron la bomba y que tales mundos fatalmente reventaron. Que los tuvo sin cuidado que reventaran, porque estaban lejos, pero que nuestro mundo está cerca y que ellos temen que una explosión en cadena los envuelva.

La increíble sospecha de que don Tadeíto se burlaba de mí, me llevó a interrogarlo con severidad:

—¿Estuviste leyendo Sobre cosas que se ven en el cielo del doctor Jung?

Por fortuna no oyó la interrupción y prosiguió:

—Dijo padrino que la visita dijo que vino de su planeta en un vehículo especialmente fabricado a puro pulmón, porque por allá escasea el material adecuado y que es el fruto de años de investigación y trabajo. Que vino como amigo y como libertador, y que pedía el pleno apoyo de padrino para llevar adelante un plan para salvar el mundo. Dijo padrino que la entrevista con la visita tuvo lugar esta tarde y que él, ante la gravedad, no trepidó en molestar a doña Remedios, para recabarle su opinión, que desde ya descontaba era la suya.

Como la pausa inmediata no concluía, pregunté cuál fue la respuesta de la señora.

—Ah, no sé —contestó.

—¿Cómo ah no sé? —repetí enojado de nuevo.

—Los dejé hablando y me vine, porque era hora de clase. Pensé yo solo: cuando no llego tarde el maestro se pone contento.

Envanecida la cara de oveja esperaba congratulaciones. Con admirable presencia de ánimo reflexioné que los muchachos no creerían mi relato, si no llevaba como testigo a don Tadeíto. Violentamente lo empuñé de un brazo y a empujones lo llevé hasta el bar. Ahí estaban los amigos, con el agregado del gallego Villarroel.

Mientras tenga memoria no olvidaré aquella noche:

—Señores —grité, a tiempo que proyectaba a don Tadeíto contra nuestra mesa—. Traigo la explicación de todo, una novedad de envergadura y un testigo que no me dejará mentir. Con lujo de detalle don Juan comunicó el hecho a su señora madre y mi fiel alumno no perdió palabra. En el depósito del corralón, aquí nomás, pared de por medio, está alojado —¿adivinen quién?— un habitante de otro mundo. No se alarmen, señores: aparentemente el viajero no dispone de constitución robusta, ya que tolera mal el aire seco de nuestra ciudad —todavía resultaremos competidores de Córdoba— y para que no muera como pescado fuera del agua, don Juan le enchufó el molinete, que de continuo humedece el ambiente del depósito. Es más: aparentemente el móvil del arribo del monstruo no debe provocar inquietud.

Llegó para salvarnos, persuadido de que el mundo va camino de estallar por la bomba atómica y a calzón quitado informó a don Juan de su punto de vista. Naturalmente, don Juan, mientras degustaba el café, consultó con doña Remedios. Es de lamentar que este mozo aquí presente —agité a don Tadeíto, como si fuera monigote— se retiró justo a tiempo de no oír la opinión de doña Remedios, de modo que no sabemos qué resolvieron.

—Sabemos —dijo el librero, moviendo como trompa labios mojados y gordos.

Me incomodó que me corrigieran la plana en una novedad de la que me creía único depositario. Inquirí:

—¿Qué sabemos?

—No se amosque usted —pidió Villarroel, que ve bajo el agua—. Si es como usted dice aquello de que el viajero muere si le quitan el molinete, don Juan le condenó a morir. De acá pasé frente a Las Margaritas y a la luz de la luna vi perfectamente el molinete que regaba el jardín como antes.

—Yo también lo vi —confirmó Chazarreta.

—Con la mano en el corazón —murmuró Aldini— les digo que el viajero no mintió. Tarde o temprano reventamos con la bomba atómica. No veo escapatoria.

Como hablando solo preguntó Badaracco:

—No me digan que esos viejos, entre ellos, liquidaron nuestra última esperanza.

—Don Juan no quiere que le cambien su composición de lugar —opinó el gallego—. Prefiere que este mundo estalle, a que la salvación venga de otros. Vea usted, es una manera de amar a la humanidad.

—Asco por lo desconocido —comenté—. Oscurantismo.

Afirman que el miedo aviva la mente. La verdad es que algo extraño flotaba en el bar aquella noche, y que todos aportábamos ideas.

—Coraje, muchachos, hagamos algo —exhortó Badaracco—. Por amor a la humanidad.

—¿Por qué tiene usted, señor Badaracco, tanto amor a la humanidad? —preguntó el gallego.

Ruborizado, Badaracco balbuceó:

—No sé. Todos sabemos.

—¿Qué sabemos, señor Badaracco? ¿Si usted piensa en los hombres, los encuentra admirables? Yo todo lo contrario: estúpidos, crueles, mezquinos, envidiosos —declaró Villarroel.

—Cuando hay elecciones —reconoció Chazarreta—, tu bonita humanidad se desnuda rápidamente y se muestra tal cual es. Gana siempre el peor.

—¿El amor por la humanidad es una frase hueca?

—No, señor maestro —respondió Villarroel—. Llamamos amor a la humanidad a la compasión por el dolor ajeno y a la veneración por las obras de nuestros grandes ingenios, por el Quijote del Manco Inmortal, por los cuadros de Velázquez y de Murillo. En ninguna de ambas formas vale ese amor como argumento para demorar el fin del mundo. Sólo para los hombres existen las obras y después del fin del mundo —el día llegará, por la bomba o por muerte natural— no tendrán ni justificación ni asidero, créame usted. En cuanto a la compasión, sale gananciosa con un fin próximo… Como de ninguna manera nadie escapará a la muerte ¡que venga pronto, para todos, que así la suma del dolor será la mínima!

—Perdemos tiempo en el preciosismo de una charla académica y aquí nomás, pared por medio, muere nuestra última esperanza —dije con una elocuencia que fui el primero en admirar.

—Hay que obrar ahora —observó Badaracco—. Pronto será tarde.

—Si le invadimos el corralón, don Juan a lo mejor se enoja —apuntó Di Pinto.

Don Pomponio, que se arrimó sin que lo oyéramos y por poco nos derriba con el susto, propuso:

—¿Por qué no destacan a este mozo don Tadeíto como piquete de avanzada? Sería lo prudente.

—Bueno —aprobó Toledo—. Que don Tadeíto conecte el molinete en el depósito y que espíe, para contarnos cómo es el viajero de otro planeta.

En tropel salimos a la noche, iluminada por la impasible luna. Casi llorando rogaba Badaracco:

—Generosidad, muchachos. No importa que pongamos en peligro el pellejo. Están pendientes de nosotros todas las madres y todas las criaturas del mundo.

Frente al corralón nos arremolinamos, hubo marchas y contramarchas, cabildeos y corridas. Por fin Badaracco juntó coraje y empujó adentro a don Tadeíto. Mi alumno volvió después de un rato interminable, para comunicar:

—El bagre se murió.

Nos desbandamos tristemente. El librero regresó conmigo. Por una razón que no entiendo del todo su compañía me confortaba.

Frente a Las Margaritas, mientras el molinete monótonamente regaba el jardín, exclamé:

—Yo le echo en cara la falta de curiosidad —para agregar con la mirada absorta en las constelaciones—. Cuántas Américas y Terranovas infinitas perdimos esta noche.

—Don Juan —dijo Villarroel— prefirió vivir en su ley de hombre limitado. Yo le admiro el coraje. Nosotros dos, ni siquiera a entrar aquí nos atrevemos.

Dije:

—Es tarde.

—Es tarde —repitió.